El eco de las sombras

Capítulo 4: Encuentros inquietantes

Apenas recordaba el sueño, pero lo poco que quedaba en su mente era suficiente para dejarlo perturbado: el ojo cerrado seguía allí, grabado en su mente, rodeado de espinas que parecían apretarse cada vez más. Sentía una presión constante en la cabeza, como si una mano invisible tratara de mantenerlo atrapado en ese sueño oscuro.

Miró el reloj en la mesita de noche: las siete de la mañana. Se sentía agotado, como si no hubiera dormido en absoluto. El aire de la habitación estaba viciado, pesado, y las cortinas de la ventana no dejaban pasar más que una luz grisácea que se mezclaba con la oscuridad de sus pensamientos.

El pueblo estaba silencioso, como siempre. Demasiado silencioso. Cada mañana, al despertar, lo primero que notaba era la ausencia de cualquier sonido que indicara que había vida en Santa Lucía. Ni coches, ni voces, ni siquiera el canto de los pájaros. Solo el viento, y de vez en cuando, un leve murmullo que parecía llegar desde las calles, pero que desaparecía tan rápido como surgía.

Decidió salir, esperando que el aire fresco de la mañana lo despejara. Se lavó el rostro y bajó las escaleras de la posada. La campanilla tintineó como de costumbre cuando empujó la puerta para salir a la calle, pero el sonido ya no le producía el mismo consuelo que el primer día. Ahora, cada detalle de Santa Lucía le parecía calculado, artificial, como si el pueblo entero fuese una puesta en escena para algo mucho más grande y siniestro.

Mientras cruzaba la plaza, vio a algunos vecinos en la distancia. Sus pasos eran lentos, casi ceremoniales, y todos parecían ir en la misma dirección: hacia la iglesia. Cada mañana, como un ritual, la gente del pueblo parecía ser atraída a ese lugar. La imagen de aquella sala oscura con el libro y el símbolo del ojo cerrado rodeado de espinas regresó a su mente, era una imagen que le resultaba imposible olvidar.

Se detuvo en seco al notar una figura solitaria que caminaba hacia él desde el lado opuesto de la plaza. Un hombre alto, con una postura firme y el rostro enmarcado por una barba bien cuidada. El padre Sebastián.

Había algo en la manera en que el hombre caminaba, algo demasiado seguro, demasiado calculado, que lo hizo sentir pequeño en su presencia. A medida que Sebastián se acercaba, sus ojos se encontraron, y Marcos sintió una descarga de incomodidad recorrer su cuerpo. Era él. El hombre que los guiaba, que tenía control sobre el pueblo. Sin embargo, algo en su rostro, en su expresión, le resultaba familiar.

Sebastián se detuvo a unos pasos de él y sonrió, una sonrisa que parecía profunda, aunque carente de verdadera calidez.

—Buenos días —dijo Sebastián, con una voz suave pero autoritaria, como si no existiera la posibilidad de ignorarlo—. Veo que has decidido unirte a nosotros en una mañana tranquila.

Marcos tragó saliva, sintiendo un peso invisible sobre sus hombros.

—Sí, es... muy tranquilo aquí —respondió, tratando de sonar natural, aunque su voz temblaba ligeramente.

Sebastián lo observó detenidamente, como si pudiera ver a través de él. Sus ojos eran oscuros, impenetrables, y en ellos parecía haber un conocimiento profundo que no debía ser revelado tan fácilmente.

—Santa Lucía es un lugar especial —continuó Sebastián—. Aquí, todos encontramos lo que necesitamos. Paz, serenidad... claridad.

La última palabra resonó en la mente de Marcos como una campana lejana, tocando una fibra sensible en su interior. Había algo en la manera en que Sebastián lo decía, como si ya supiera exactamente lo que Marcos buscaba, aunque él mismo no lo supiera.

—Creo que he encontrado lo que necesitaba —dijo Marcos, aunque no estaba seguro de lo que eso significaba.

—Eso es lo que esperamos —respondió Sebastián, sus ojos nunca apartándose de los de Marcos—. La comunidad de Santa Lucía está aquí para ofrecerte eso y más. Todo a su debido tiempo.

Antes de que Marcos pudiera responder, Sebastián alzó una mano en un gesto de despedida y continuó su camino hacia la iglesia, sus pasos firmes y decididos, como si hubiera dicho todo lo que necesitaba decir. Marcos se quedó inmóvil, observando cómo el hombre desaparecía en la distancia, sintiendo que algo profundo acababa de ocurrir, aunque no podía explicar exactamente qué.

Deambuló por las calles del pueblo durante el resto de la mañana, intentando ordenar sus pensamientos. Había algo en la presencia de Sebastián que le resultaba inquietante, pero al mismo tiempo, no podía negar que sentía una extraña atracción hacia él. Era como si una parte de él quisiera confiar en el padre, dejarse llevar por sus palabras, mientras otra parte, más instintiva, le decía que debía escapar de Santa Lucía cuanto antes.

El peso de la conversación se quedó con él durante todo el día. El pueblo seguía su rutina habitual: vecinos silenciosos, calles vacías, y esa calma opresiva que lo envolvía todo. Pero ahora, algo más había entrado en la ecuación. La presencia de Sebastián se sentía en el aire, como si vigilara desde lejos, siempre presente, aunque no estuviera físicamente allí.

Cuando la tarde comenzó a caer, Marcos se dirigió a la plaza central, donde una fuente antigua seguía murmullando bajo la luz tenue del atardecer. Se sentó en uno de los bancos cercanos, dejando que sus pensamientos divagaran. Sentía que algo en él estaba cambiando, como si la tranquilidad del pueblo, que al principio había buscado desesperadamente, ahora se estuviera volviendo en su contra.




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