La madrugada comenzaba a teñir el horizonte con un tono frío y pálido cuando Marcos abrió los ojos. Sentía el cuerpo entumecido por el cansancio y el frío de la noche, pero había algo más: una pesadez en la mente, una sensación de agotamiento que no podía sacudirse. Había escapado de Santa Lucía, pero el recuerdo de las sombras del bosque y las voces de la Orden seguían presentes, grabados en su memoria como una herida abierta.
Se levantó lentamente, observando el bosque que ahora se extendía a su alrededor en una calma tensa. A lo lejos, los árboles se erguían en silencio, sus ramas formando un entramado oscuro contra el cielo de la madrugada. No debía detenerse. Había llegado demasiado lejos como para permitir que el miedo lo venciera ahora.
A medida que avanzaba, sin embargo, se dio cuenta de que no era capaz de distinguir el rumbo. Cada rincón del bosque parecía igual, y la niebla que comenzaba a asentarse en el suelo no hacía más que aumentar su confusión. La luz del sol empezaba a filtrarse a través de los árboles, pero parecía más una ilusión que una ayuda, como si el mismo bosque lo estuviera empujando de regreso a la oscuridad.
Los pensamientos en su mente eran erráticos, fragmentados, y cuanto más caminaba, más sentía que algo en él estaba empezando a desgastarse.
"¿Estás seguro de que quieres irte, Marcos?"
La voz de Sebastián resonó en su mente, nítida y clara, como si estuviera justo a su lado. Marcos se detuvo en seco, respirando con dificultad. ¿Era real, o su mente estaba jugando trucos? Trató de recordar las palabras del ritual, las que había recitado en la cueva para romper el vínculo con la Orden, pero las frases se desvanecían de su memoria, dejando solo un eco vacío.
—No… —murmuró, tratando de calmarse—. No puedes controlarme. No más.
Pero la voz continuó, persistente y cada vez más cercana.
—Nos perteneces, Marcos. No importa a dónde vayas, siempre serás parte de la Orden.
Sintió que algo en su interior comenzaba a ceder, una mezcla de agotamiento y desesperación que lo arrastraba hacia la resignación. Cada paso que daba era un esfuerzo descomunal, y el bosque, que en un principio le había parecido un refugio, ahora se transformaba en una prisión de sombras que parecían rodearlo y observarlo, como si esperaran su rendición.
—Tienes que resistir —se dijo en voz baja, tratando de convencerse a sí mismo, pero la fuerza en sus palabras se desvanecía con cada susurro de Sebastián en su mente.
Pasaron las horas, y el bosque parecía no tener fin. Con el paso del tiempo, la línea entre la realidad y las alucinaciones se volvió cada vez más tenue. En varios momentos, pensó que estaba cerca de la salida, pero al avanzar, se daba cuenta de que los árboles lo llevaban de vuelta a la misma parte del bosque. Era un laberinto sin fin, y su agotamiento aumentaba mientras la esperanza de escapar disminuía.
En un momento de desesperación, se dejó caer al pie de un árbol, cubriéndose el rostro con las manos. Todo se sentía en su contra: el bosque, la voz de Sebastián, la creciente desesperanza que lo invadía.
—Solo queremos ayudarte, Marcos —la voz de Sebastián se volvió más suave, casi compasiva, y, por un momento, Marcos sintió el impulso de rendirse, de regresar a Santa Lucía y dejar de luchar.
Sin embargo, en lo más profundo de su mente, surgió una chispa de resistencia. Recordó la cueva, el ritual, y el sacrificio que había hecho para liberarse. Había llegado tan lejos, y no podía permitir que la Orden lo reclamara nuevamente. Se levantó con esfuerzo, buscando algo que lo ayudara a orientarse.
Fue entonces cuando vio una figura en la niebla: una silueta pequeña y encorvada que parecía moverse lentamente hacia él. Era la anciana de la iglesia, la misma que lo había observado en silencio durante su primera noche en Santa Lucía. Marcos retrocedió, su cuerpo tensándose al verla tan fuera de lugar en medio del bosque.
—Marcos… —susurró la mujer, con una voz que era apenas un murmullo en el viento—. No puedes escapar de lo que eres.
—¿Quién eres? —preguntó él, luchando contra el impulso de huir.
La anciana levantó una mano temblorosa y señaló hacia su pecho, donde un débil brillo comenzó a manifestarse. Con horror, Marcos se dio cuenta de que era el símbolo del ojo cerrado rodeado de espinas, brillando bajo su piel como una marca que nunca podría borrar.
—La Orden te reclama, Marcos —dijo ella, acercándose lentamente—. No puedes negar lo que eres. Lo que siempre has sido.
El miedo se transformó en un pánico profundo, pero también en una ira que lo impulsó a resistir. La visión de la anciana comenzó a desvanecerse en la niebla, pero la sensación de que algo lo observaba y lo controlaba desde dentro permaneció. Comprendió que, aunque había roto el vínculo en la cueva, la Orden seguía presente, como una marca profunda en su mente y en su alma.
Debía hacer algo drástico si quería sobrevivir.
Con una nueva determinación, Marcos continuó caminando hasta llegar a un claro donde un arroyo corría con agua cristalina. Se detuvo junto a la corriente y, sin pensarlo demasiado, sumergió las manos en el agua fría, tratando de aclarar su mente. El frío lo trajo de regreso a la realidad, y, por un momento, el bosque pareció calmarse.
Fue entonces cuando recordó algo que Álvaro le había mencionado durante el ritual: la única forma de destruir el control de la Orden era enfrentar directamente su propio miedo y deseo de liberarse de la oscuridad. Comprendió que tendría que crear un segundo vínculo, uno propio, un símbolo de resistencia que pudiera enfrentarse al poder del ojo cerrado.