La montaña quedaba atrás mientras Marcos se acercaba nuevamente a Santa Lucía. Cada paso lo llenaba de un extraño sentimiento de resolución y miedo. Había escapado. Había roto el vínculo mental que lo ataba a la Orden, pero sabía que no estaba a salvo. Su lucha no había terminado, y no lo haría hasta que enfrentara a Sebastián y destruyera el núcleo de la Orden.
El amuleto en su bolsillo parecía vibrar con una energía tenue, como si lo animara a seguir adelante. El peso del sacrificio que había hecho en el santuario aún estaba fresco en su mente, pero había valido la pena. Ahora tenía el control sobre su voluntad, algo que Sebastián no podía quitarle. Aun así, la amenaza de la Orden era palpable, y mientras las primeras casas del pueblo se alzaban frente a él, sintió cómo el aire se volvía más denso, más oscuro.
El pueblo estaba extrañamente silencioso cuando cruzó la plaza. No había señales de los habitantes, y las ventanas de las casas estaban cerradas, como si el lugar estuviera esperando algo. La iglesia, en el centro de todo, parecía más imponente que nunca, su torre alzándose hacia el cielo nublado como un dedo acusador.
Marcos apretó el amuleto en su mano mientras avanzaba hacia la iglesia. Las puertas de madera estaban entreabiertas, y la penumbra en el interior lo invitaba a entrar. Respiró hondo y cruzó el umbral, sabiendo que el enfrentamiento que había esperado desde su llegada finalmente había llegado.
Dentro, el aire era frío, y la única luz provenía de las velas que parpadeaban en los altares laterales. En el centro del altar principal, bajo el símbolo del ojo cerrado rodeado de espinas, estaba Sebastián. Vestía una túnica negra, y su expresión era de calma absoluta, como si hubiera estado esperándolo desde el principio.
—Sabía que regresarías, Marcos —dijo Sebastián, con una voz tranquila pero cargada de autoridad—. Siempre lo hacen.
Marcos apretó los dientes, sintiendo cómo la ira crecía dentro de él.
—Ya no tienes poder sobre mí —dijo, con la voz firme—. He roto el vínculo. No puedes controlarme.
Sebastián esbozó una sonrisa leve, casi condescendiente.
—¿Crees que todo esto es tan simple? —respondió, con un destello de burla en su tono—. Rompiste un vínculo, es cierto. Pero no puedes escapar de lo que eres, Marcos. La Orden no te eligió al azar. Tú eres parte de esto, como todos nosotros.
—No soy como tú —replicó Marcos, alzando el amuleto frente a él—. Y voy a destruir esto, a ti, y a la Orden.
Sebastián observó el amuleto con interés, pero no mostró miedo. En cambio, avanzó lentamente hacia Marcos, sus pasos resonando en el suelo de piedra.
—¿De verdad crees que puedes destruirnos? —preguntó—. La Orden existe desde mucho antes de que llegaras aquí. Lo que tú ves como una prisión, otros lo han buscado durante siglos. La claridad, el poder, la inmortalidad. Todo eso está al alcance de quienes aceptan nuestra guía. ¿Por qué crees que estás aquí? ¿Por qué crees que sobreviviste cuando tantos otros han caído?
Marcos retrocedió un paso, confuso. Las palabras de Sebastián parecían tener un peso que no podía ignorar.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó, aunque temía la respuesta.
Sebastián lo miró con una intensidad que lo dejó inmóvil.
—Eres especial, Marcos. Desde el momento en que perdiste a Julia, fuiste marcado. Tu dolor, tu desesperación, tu búsqueda de propósito... todo eso te convirtió en el recipiente perfecto para lo que buscamos. La Orden no quiere destruirte. Quiere transformarte. Tú puedes ser el siguiente guía. Tú puedes ser el siguiente Sebastián.
Marcos sintió que el aire se le escapaba del pecho. ¿Guía? ¿Sebastián? Las palabras eran como un golpe, pero también encendieron algo dentro de él: una furia que lo hizo aferrarse con más fuerza al amuleto.
—Nunca seré como tú —dijo, con los dientes apretados.
Sebastián dejó escapar un suspiro, como si la respuesta lo decepcionara, y levantó una mano hacia el símbolo del ojo cerrado en la pared. Las velas se apagaron de golpe, y la sala quedó sumida en una penumbra aún más densa. Las sombras en las paredes comenzaron a moverse, como si tuvieran vida propia, alargándose y rodeando a Marcos.
—Entonces no me dejas opción —dijo Sebastián, con una voz que resonó como un trueno—. Si no te unes a nosotros, entonces no serás nada.
Las sombras se lanzaron hacia Marcos, envolviéndolo en un torbellino de oscuridad. Sintió cómo la presión en su mente regresaba, como si Sebastián intentara recuperar el control que había perdido. Sin embargo, el amuleto en su mano comenzó a brillar con una luz intensa, y las sombras retrocedieron momentáneamente.
Sebastián alzó las manos, y el símbolo del ojo cerrado en la pared cobró vida, brillando con una luz roja y pulsante que llenó la sala. Las sombras se intensificaron, y Marcos sintió que la presión en su mente aumentaba.
"No puedes ceder," se dijo a sí mismo, recordando las palabras del santuario. "El sacrificio fue para esto. Resiste."
Con un grito, levantó el amuleto y lo arrojó hacia el altar, donde se estrelló contra el símbolo del ojo cerrado. La explosión de luz fue cegadora, y las sombras desaparecieron de inmediato. Sebastián cayó de rodillas, su rostro lleno de furia y sorpresa.
—¿Qué has hecho? —exclamó, su voz temblando.