La salida de la iglesia estaba bañada en una luz fría y pálida. Marcos se detuvo en el umbral, respirando profundamente mientras la brisa nocturna acariciaba su rostro. Había terminado. O al menos eso quería creer. El símbolo del ojo cerrado había sido destruido, y Sebastián, debilitado y derrotado, no representaba una amenaza inmediata.
Pero algo dentro de él no se sentía completamente en paz. Aunque el aire se había aligerado, el pueblo seguía envuelto en un silencio inquietante. Las casas permanecían cerradas, y no había señales de vida en las calles. La calma que había buscado en Santa Lucía se sentía vacía, casi artificial, como si aún quedara algo por resolver.
Marcos miró hacia el cielo, donde las primeras luces del amanecer comenzaban a teñir el horizonte. Por primera vez en semanas, no sentía la presión de la Orden en su mente, pero sabía que aún no estaba completamente libre. El poder de la Orden no se desvanecería tan fácilmente.
Marcos avanzó hacia la plaza central, sintiendo el crujir de la grava bajo sus pies. A medida que caminaba, los habitantes comenzaron a salir lentamente de sus casas, como si algo invisible los hubiera mantenido ocultos hasta ese momento. Sus miradas eran diferentes ahora: ya no tenían esa calma artificial ni esas sonrisas ensayadas. Había confusión, miedo, pero también un atisbo de humanidad que Marcos no había visto desde su llegada al pueblo.
Una mujer mayor se acercó a él, temblando ligeramente. Era la misma anciana que había visto en la iglesia aquella primera noche.
—¿Está… todo terminado? —preguntó con una voz débil.
Marcos la miró, sin saber cómo responder. Había destruido el símbolo, sí, pero sabía que la influencia de la Orden era como una herida profunda en Santa Lucía, algo que no podía sanarse de la noche a la mañana.
—Sebastián ya no tiene poder sobre ustedes —dijo finalmente—. Pero el daño que la Orden hizo… eso tomará tiempo.
La mujer asintió lentamente, como si entendiera las implicaciones de sus palabras. Los demás habitantes comenzaron a acercarse, formando un círculo alrededor de Marcos. Sus rostros reflejaban una mezcla de esperanza y temor, como si esperaran que él tuviera todas las respuestas.
—Ahora son libres —dijo Marcos, alzando la voz para que todos lo escucharan—. Pero esa libertad depende de ustedes. Sebastián y la Orden no los controlan más, pero deben decidir qué harán con eso. Este pueblo puede ser suyo otra vez, si eligen dejar atrás lo que los mantuvo atrapados.
Las palabras resonaron en la plaza, y los habitantes comenzaron a murmurar entre ellos. Por primera vez, Marcos sintió que su presencia en Santa Lucía no era una maldición, sino una oportunidad para redimir el lugar que había sido consumido por la oscuridad durante tanto tiempo.
Marcos sabía que no podía quedarse. Había hecho lo que podía, pero el peso de su experiencia en Santa Lucía lo seguía consumiendo. El pueblo debía sanar sin él.
Antes de irse, se dirigió a la casa de Álvaro. La puerta estaba entreabierta, y al entrar, lo encontró sentado junto a la ventana, con una mirada ausente en su rostro. Álvaro levantó la vista al verlo, y una sonrisa cansada apareció en sus labios.
—Sabía que lo lograrías —dijo, con una voz débil pero llena de orgullo—. Siempre supe que no eras como ellos.
Marcos se sentó frente a él, sintiendo una extraña conexión con el hombre que había sido su único aliado en Santa Lucía.
—Destruí el símbolo, pero… no estoy seguro de que sea suficiente —confesó.
Álvaro asintió, como si entendiera exactamente a qué se refería.
—La Orden es como una raíz podrida que se extiende por todo el pueblo —dijo—. Tomará tiempo cortar cada ramificación. Pero lo importante es que has detenido a Sebastián. Su poder ya no domina nuestras vidas.
Marcos asintió, aunque la incertidumbre seguía latente en su mente. Antes de levantarse, le entregó el amuleto que había usado en el santuario. La piedra, aunque tenue, seguía brillando con una luz débil.
—Tómalo —dijo—. Esto les ayudará a protegerse si alguna vez intentan regresar.
Álvaro tomó el amuleto con manos temblorosas, y por un momento, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Gracias, Marcos. Por todo.
Mientras salía del pueblo, la luz del sol comenzaba a iluminar las calles y los rostros de los habitantes. Algunos lo observaron en silencio mientras pasaba, y otros incluso le ofrecieron una sonrisa tímida. Aunque aún quedaba mucho por sanar, el pueblo parecía haber despertado de un largo sueño.
Cruzó el puente que marcaba la entrada de Santa Lucía y se detuvo un momento para mirar hacia atrás. El pueblo, con sus casas de piedra y su iglesia imponente, parecía menos amenazante ahora, pero seguía cargado con los recuerdos de lo que había sucedido allí. Ya no era su prisión, pero siempre sería parte de su historia.
Con un último suspiro, Marcos se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el horizonte. No sabía qué le esperaba más allá de Santa Lucía, pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que tenía una oportunidad de encontrar la paz que tanto había buscado.