Días después de la partida de Marcos, en lo más profundo de la iglesia abandonada, una figura se movió entre las sombras. Era Sebastián, su rostro pálido y demacrado, pero sus ojos brillaban con una intensidad inquietante. Aunque su cuerpo parecía debilitado, una sonrisa oscura se dibujó en sus labios.
—Marcos… —murmuró, como si el nombre fuera un mantra—. Crees que has ganado. Pero la Orden siempre encuentra el camino.
En el altar, donde antes estaba el símbolo del ojo cerrado, comenzaron a aparecer líneas grabadas, como si la piedra misma estuviera volviendo a formar el emblema. El poder de la Orden no había desaparecido por completo.
Sebastián cerró los ojos, y en la oscuridad de la iglesia, el eco de su risa resonó como un susurro que se desvanecía con el amanecer.