El primer beso fue perfecto. Casi mágico. Casi real. Lily no sabía entonces que la perfección tenía un precio, ni que cada sonrisa que entregaba, cada palabra que decía, comenzaría a desvanecerse en el silencio de sus propios miedos.
— Lily, confía en mí —susurró él, su voz llena de promesas.— Nunca dejaré que te pase nada.
Ella cerró los ojos y quiso creerle. Quiso creer que podía soltar su risa, su voz, su libertad, sin miedo. Quiso creer que todo aquello era un sueño del que no quería despertar. Pero los días pasaron, y la perfección se deshizo en sus manos.
Las risas se volvieron ecos, las promesas, cadenas invisibles. Cada gesto, cada palabra que decía, parecía ya no pertenecer. Era como si poco a poco se disolviera... en él.
— ¿Por qué me siento atrapada? — preguntó una noche, su voz apenas un susurro, quebrado.
— Porque quieres demasiado. — respondió él, con una sonrisa hermosa que escondía algo más oscuro —. Pero no te preocupes, te acostumbrarás.
Y se acostumbró.
A callar.
A desaparecer en sus propias sombras.
A olvidar quién era antes de él.
Hasta que un día, casi sin darse cuenta, alguien apareció. No con promesas ni halagos vacíos, sino con silencio atento. Con preguntas suaves. Con pausas que no exigían respuestas. Un vecino. Un hombre con mirada clara y palabras escasas, que no trataba de arreglarla, ni de entenderla del todo. Solo la escuchaba, como si su historia tuviera valor incluso rota.
Y por primera vez en mucho tiempo, Lily sintió que podía respirar. No porque alguien la salvara, sino porque, al fin, alguien la vio.
Esta es la historia de Lily.
Pero también podría ser la tuya.
La de muchas.
Porque algunas prisiones no tienen barrotes, pero encierran igual.
Y a veces, basta una chispa — una conversación, una mirada, una verdad dicha sin miedo — para mostrarte el camino de regreso a ti misma.
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Editado: 27.09.2025