El silencio de la mañana era un ruido ensordecedor. Me despertaba cada día con el mismo nudo en el estómago, una presión que no desaparecía con el café ni con la luz dorada que se colaba tímida por la ventana de mi pequeño apartamento en Córdoba. Las sombras alargadas dibujaban figuras sobre las paredes blancas y la estantería abarrotada de libros, pero en mi pecho, la sombra era otra: un peso invisible, que se hacía más fuerte con cada amanecer. Sentía cómo el aire me faltaba por momentos, como si cada respiración fuera un esfuerzo consciente para mantenerme a flote.
¿Hasta cuándo podría seguir fingiendo que todo estaba bien? La rutina me envolvía como un refugio frágil: café en mano, abrir la ventana para dejar entrar el fresco de la mañana y escuchar cómo la ciudad despertaba a su ritmo pausado. Córdoba tiene esa mezcla perfecta entre lo antiguo y lo vivo, con calles empedradas que guardan historias en cada esquina, y gente amable que, sin saberlo, me regalaba un poco de esperanza en los días difíciles.
El trayecto hacia la librería era breve, pero suficiente para saludar a Rosa, la señora de la panadería, siempre con un "buenos días" y una sonrisa lista, y para intercambiar palabras con Marcos, el cartero que parecía conocer a todos y que nunca dejaba de preguntar por el último libro que había leído.
La librería era mi refugio. Entre esas paredes llenas de mundos imaginarios, podía escapar de la presión que sentía en casa. Ordenaba libros, acomodaba estantes, ayudaba a clientes a encontrar historias que a veces parecían buscar también en mí. Cuando el tiempo me lo permitía, me sentaba detrás del mostrador y leía en silencio, dejando que las palabras me llevaran lejos, lejos de esa voz que me perseguía con promesas que dolían y silencios que pesaban. Recuerdo especialmente un pasaje de un libro que leí esa mañana, donde el protagonista decía: "A veces, perderse es la única forma de encontrarse." Esas palabras resonaban en mí con una fuerza inesperada.
A veces, al volver a casa, me detenía en la Plaza de la Corredera. Ese espacio amplio, con sus arcadas y fachadas rojas y blancas, vibraba con la vida de sus bares y terrazas. La gente reía, conversaba animadamente, y por un instante, sentía que la vida podía ser un poco más ligera. Pero al doblar la esquina, el peso volvía a apretarme el pecho.
Esa tarde, el cielo se teñía de un naranja tenue y el aire traía ese frescor que promete cambios, aunque nadie sabe si serán buenos o malos. Caminaba sola, perdida entre la multitud que vivía ajena a mis tormentas internas, cuando apareció él. Como salido de la nada, un extraño con una sonrisa fácil y una mirada que no encajaba del todo en el bullicio alegre de la plaza.
No tenía intención de detenerme, pero algo en su mirada me hizo frenar, como si una fuerza invisible me retuviera.
Él sonrió, ladeado, con una confianza que resultaba más intimidante que atractiva.
— ¿Pérdida? — preguntó con voz suave, pero con un tono difícil de descifrar.
Parpadeó, sin saber qué responder. No le debía nada, y sin embargo, algo en su forma de hablar me hizo bajar la guardia, aunque solo un poco.
— Solo estoy... pensando. —respondí, intentando mantener la distancia.
El desconocido dio un paso más, sin invadirme del todo, pero lo justo para que la cercanía me provocara un hormigueo extraño.
— A veces, los pensamientos son más peligrosos que los caminos que elegimos. —murmuró. Una ráfaga de viento agitó las hojas secas a nuestro alrededor, como si el mismo aire quisiera darle peso a sus palabras.
Quise apartarme, pero una mezcla de curiosidad y una necesidad invisible me mantuvo quieta.
— ¿Y tú quién eres? —pregunté, midiendo cada palabra.
— Un extraño que tal vez pueda hacer que tus pensamientos se olviden. — dijo él, con una sonrisa que parecía sacada de un juego oscuro.
Ese primer encuentro fue solo una chispa. Pero una chispa que, con el tiempo, prendería una llama difícil de apagar. Porque este chico no era simplemente un desconocido amable; era una presencia que poco a poco comenzaría a nublar mi mente, a envolverme en promesas que dolían y silencios que pesaban.
En ese instante, no sabía que estaba a punto de cruzar una línea, que esa conversación casual era el principio de una relación que me consumiría, un laberinto del que sería difícil salir.
El eco de sus palabras seguía flotando en el aire, como un susurro que se resistía a disiparse. "Los pensamientos son más peligrosos que los caminos". Aquel hombre extraño, con su sonrisa a medio camino entre la ironía y la tristeza, parecía haber leído algo en mi rostro, algo que yo misma trataba de ocultar, incluso a mí misma.
Caminé lentamente hacia mi casa, sin poder despejarme de su figura. Su mirada seguía apareciendo ante mis ojos, como una sombra que se deslizaba entre las sombras de las calles de Córdoba. Las palabras que había dicho seguían retumbando en mi mente, y por un momento, me pregunté si había algo más detrás de sus ojos. Algo que conocía, algo que yo aún no comprendía.
Cuando llegué a mi apartamento, el silencio me envolvió una vez más, pero esta vez no era el silencio vacío de siempre, sino uno lleno de preguntas no formuladas, de un misterio que ya no podía ignorar. ¿Por qué me había detenido a hablar con un extraño? ¿Por qué sus palabras se sentían como si tocaran una cuerda en lo más profundo de mi ser?
Me senté en el sofá, mirando la ventana que se abría a la vista de la ciudad dormida, las luces titilando a lo lejos. Los recuerdos de aquel encuentro se entrelazaban con mi rutina, con la sensación de vacío que se cernía sobre mí cada mañana. Intenté leer, pero las palabras se deslizaban por mis ojos sin encontrar su lugar. Pensé en las veces que había dejado que mi mente vagara sin rumbo, buscando respuestas en los libros que llenaban mi librería, pero también en la vida misma, que parecía resistirse a darme respuestas claras.
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Editado: 27.09.2025