Después de aquella tarde en la Plaza de la Corredera, la imagen de aquel extraño se quedó clavada en mi mente como un susurro constante, un eco que no dejaba de resonar. No sabía su nombre, ni él el mío, pero algo había cambiado. Algo dentro de mí se había alterado, aunque no sabía cómo ni por qué. La rutina diaria seguía su curso, implacable y monótona, pero ahora cada paso, cada gesto, parecía estar impregnado por la sombra de su presencia.
Me di cuenta de repente que ya no sabía si lo que sentía era miedo, fascinación o algo más. ¿Era acaso su mirada lo que me atraía, o esa necesidad inquietante de entender qué se escondía detrás de sus ojos? Algo en su presencia me desgarraba entre el deseo de huir y la necesidad de saber más.
Me despertaba cada mañana con una mezcla de incertidumbre y una sensación extraña en la piel, como si esperara que él apareciera en cualquier momento, con esa sonrisa ladeada y esa mirada que rozaba el borde de un secreto. Intentaba distraerme en la librería, sumergirme en los libros que me rodeaban, perderme en las historias de personajes ajenos a la mía. Pero en el fondo, una parte de mí deseaba encontrarlo de nuevo, esa chispa incierta que perturbaba mi calma.
Los días transcurrían con la calma característica de Córdoba. El sol acariciaba las calles empedradas con su luz dorada, y el aire llevaba consigo el aroma del río Guadalquivir mezclado con el pan recién horneado de la panadería de Rosa. Caminaba por las mismas calles de siempre, saludando con una sonrisa a los vecinos, buscando refugio en la normalidad que se me escapaba entre los dedos.
Pero entonces, en medio de la rutina diaria, la figura de aquel hombre reaparecía, como una sombra que se desliza entre las luces y los sonidos de la ciudad. Así fue como una tarde, mientras cruzaba el Puente Romano — ese monumento de piedra que conecta el pasado con el presente— sentí su presencia de nuevo. El viento suave que se levantaba del río rozaba mi rostro, llevando consigo el fresco aroma del agua y la promesa de algo más, algo que se arrastraba entre las piedras del puente como un secreto esperando a ser descubierto.
Desde allí, el Guadalquivir serpenteaba bajo mis pies, y más allá, las torres y cúpulas de Córdoba se alzaban como guardianes de historias antiguas. Pero aquella tarde, el puente parecía un escenario distinto, cargado de una tensión invisible que me erizaba la piel.
Y ahí estaba él, parado junto al muro de piedra, con la mirada fija en el río. No era casualidad. Algo en su forma de estar allí, tan tranquilo y a la vez tan lleno de intención, me hizo detenerme. El mundo a mi alrededor pareció desvanecerse, dejando solo el eco de nuestras respiraciones y el murmullo del agua debajo.
Era un momento que prometía ser tan simple como una coincidencia más, o el comienzo de algo mucho más complejo.
— Siempre eliges los lugares con más historia. — dijo con suavidad, acercándose lo justo para no invadir mi espacio.
No respondí, pero mi cuerpo se tensó, como si el aire entre nosotros se hubiera cargado de electricidad estática. Ese hombre tenía la habilidad de hacer que mi corazón latiera más rápido sin siquiera tocarme.
— El río cambia, pero el puente sigue firme... —continuó—. Como las personas, supongo.
Miré el agua, que reflejaba el cielo en calma engañosa. En el silencio, su voz volvió a llenar el espacio.
— ¿Te gusta caminar sola? —preguntó, sin esperar realmente una respuesta.
— Es cuando pienso. —respondí al fin, midiendo cada palabra, como si mi voz pudiera delatarme.
Él asintió, casi como si leyera algo oculto en mi tono.
— Pensar puede ser un arma de doble filo. A veces, nos atrapa en un laberinto del que no sabemos salir.
Sus palabras resonaban con una verdad incómoda que preferiría ignorar. Me quedé en silencio, luchando contra el escalofrío que subía por mi espalda.
— ¿Y tú? —le pregunté, tratando de cambiar el rumbo de la conversación, forzando una curiosidad que no estaba segura de querer satisfacer—. ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué apareces siempre en mi camino?
Sonrió, una sonrisa que era más un desafío que una invitación.
— Quizá porque también estoy atrapado, aunque en otra prisión.
Observé cómo la luz del atardecer se reflejaba en sus ojos, oscuros y profundos, llenos de secretos que no quería compartir.
— No me interesa que seas un misterio. —dije, intentando sonar firme, intentando poner distancia.
Él se acercó un poco más, sus palabras bajaron a un susurro que parecía acariciar la brisa.
— A veces, los misterios son los que más nos acercan a la verdad.
El ruido lejano de la ciudad se mezclaba con el murmullo del agua, y en ese instante, el puente dejó de ser solo un lugar de paso para convertirse en un escenario donde algo más oscuro y complejo comenzaba a tejerse.
Me di cuenta, sin saber cómo, que estaba jugando con fuego. Pero la curiosidad, ese extraño impulso que Daniel despertaba, era una llama difícil de apagar.
Antes de irse, dejó caer un último comentario que retumbó en mi cabeza mucho después de que sus pasos se alejaran.
— No todos los puentes llevan a la misma orilla.
Me quedé unos minutos más en el puente, mirando cómo el río seguía su curso sin detenerse, indiferente a las historias humanas que se tejían sobre sus aguas. Sentí que, de algún modo, yo también formaba parte de ese flujo imparable, arrastrada hacia un destino que aún no comprendía.
Y fue entonces cuando algo se quebró levemente en mí, como una grieta apenas visible en una superficie que siempre creí sólida. Por primera vez, me pregunté si aquella conexión no era un regalo, sino una trampa disfrazada de coincidencia. ¿Y si no era azar, sino cálculo? ¿Y si lo que me atraía de él era, en realidad, lo que debería haberme hecho retroceder?
Cuando finalmente decidí continuar mi camino hacia casa, una mezcla contradictoria de alivio y creciente inquietud me acompañaba. El alivio venía de alejarme de él, de esa presencia enigmática que parecía habitar cada rincón de mi mente. Pero la preocupación no tardó en infiltrarse, como una sombra que no se puede escapar. No entendía qué quería ese hombre, ni por qué parecía aparecer siempre cuando menos lo esperaba.
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Editado: 27.09.2025