El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO I: Origen Del Mundo

Hace incontables eones, cuando el tiempo aún no tejía sus hilos sobre el vacío, dos entidades primordiales —una forjada de fulgor inextinguible, la otra de sombras voraces— colisionaron en un cataclismo que desgarró la realidad. El impacto resonó como el eco de un trueno ancestral, fracturando el mundo incipiente y obligándolo a expandirse en un crescendo infinito. De sus grietas nacieron universos, cada uno una burbuja de existencia separada por velos impenetrables, como fragmentos de un espejo cósmico que jamás volvería a unirse.

Los restos de aquel choque, astillas de luz y gotas de oscuridad, se dispersaron como semillas arrastradas por el viento del caos. Donde caían, germinaba la vida: criaturas de pétalos iridiscentes en los desiertos estelares, bestias de lava rugiente en los núcleos de mundos recién formados, y entidades cuyos susurros modelaban montañas y tallaban ríos en la roca virgen. Pero la armonía fue efímera. La fuerza oscura, herida y consumida por la ira, se deshizo en millones de fragmentos malditos. Cada uno, un parásito hambriento que devoraba lo creado "por error", corrompiendo estrellas y ahogando galaxias en un manto de silencio.

Fue entonces que la luz, movida por una compasión tan vasta como el vacío, se dispersó también. Sus destellos se anclaron en los universos más vulnerables, adoptando formas divinas.

Los primeros seres conscientes les dieron el nombre —"dioses absolutos"—, aunque ellos mismos jamás reclamaron tal título. Su labor era tejer orden en el caos, sanar heridas cósmicas y alzar barreras contra la sombra.

Pero la oscuridad, astuta y retorcida, halló otro camino: no podía crear, pero sí corromper. Infectó mentes, convirtió sueños en pesadillas y volvió a hermanos contra hermanos. Así, la guerra dejó de librarse entre titanes cósmicos para convertirse en un conflicto de sus creaciones —marionetas inconscientes cuyas almas ardían como antorchas en la eterna noche—.

La luz decretó que solo los más sabios, aquellos que resistieran la seducción del poder infinito, ascenderían en la jerarquía divina. Pero la sombra siempre acechaba, susurrando promesas de dominación a los corazones ambiciosos...

Pasado cientos de años, siete universos habían surgido de aquella expansión infinita, cada uno marcado por un linaje de poder decreciente. El primero, forjado con la esencia más densa y pura del choque primordial, albergaba a seres cuyos pensamientos alteraban la gravedad de las galaxias. El séptimo, en cambio, era un mundo joven y tenue, donde la magia se desvanecía como niebla bajo el sol. Así, la jerarquía quedó grabada en la propia estructura de la existencia: a mayor número de universo, menor el resplandor de su esencia original.

Los Dioses Absolutos, seres nacidos de la luz no fragmentada, para equilibrar las fuerzas entre todos los universos delegaron su voluntad. Con un susurro, creaban a sus emanaciones directas: los dioses superiores, los intermedios y los menores, clasificados así según su jerarquía de poder por ellos mismos.

De esta manera, los dioses creados se convirtieron en la espada y el escudo de la luz: algunos ascendían a rangos superiores tras probar su temple en guerras eternas, mientras otros caían, corrompidos por la sombra, convirtiéndose en leyendas trágicas.

Y así, el legado del choque primordial perdura: una danza de creación y destrucción, donde cada vida, por efímera que sea, es un verso en el poema épico del cosmos.




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