En el cuarto universo —un reino antiguo donde el tiempo respiraba entre los pliegues de nebulosas doradas—, cerca del turbulento límite que lo separaba del quinto, se alzaba la galaxia de Orión. Sus brazos espirales, tejidos con polvo de estrellas agonizantes y cúmulos de astros recién nacidos, brillaban como un collar de diamantes arrojado sobre el terciopelo del vacío. Entre sus destellos, en un sistema solar olvidado por los mapas cósmicos llamado Tenrya, giraba Thalassara: un planeta titánico donde la vida danzaba en cada molécula de aire, en cada gota de océano.
Thalassara era un poema escrito en montañas de obsidiana que arañaban las tres lunas plateadas, en valles donde los ríos cantaban melodías ancestrales. Sus mares, profundos como heridas cósmicas, albergaban criaturas bioluminiscentes cuyos cuerpos irradiaban constelaciones submarinas. Hasta los desiertos eran prodigios: dunas de cristal puro que refractaban la luz lunar en arcoíris perpetuos, mientras los bosques susurraban secretos en lenguas olvidadas a través de árboles cuyas raíces bebían directamente de la energía del núcleo planetario.
Este mundo no fue obra del azar, sino de ocho Espíritus Primordiales, fragmentos errantes de la colisión original. Aunque carecían del don de la creación pura, poseían el poder de moldear la materia residual. Así, se nombraron a sí mismos según los elementos que dominaban:
- El espíritu de la Luna, cuya voz era un cántico de mareas, esculpió los cielos y atrapó cometas para forjar las tres lunas danzantes y cuya diadema de plata estabilizó las mareas con un movimiento de sus manos translúcidas.
- El espíritu de la Tierra, que forjó cordilleras con el martillo de sus puños y cavó abismos con sus uñas de basalto.
- El espíritu del Bosque, cuyo aliento sembró semillas de especies que respiraban luz en lugar de aire. Y árboles parlantes.
- El espíritu del Rayo y el Viento, hermanos que tejieron tormentas en las venas del planeta, llenando la atmósfera de electricidad cantarina.
- El espíritu de las Profundidades y el Agua, alfareros de los océanos, que esculpieron trincheras abisales donde habitaban leviatanes de escamas iridiscentes.
- El espíritu del Fuego, el más temperamental, que encendió volcanes como faros para guiar a las criaturas nocturnas.
Juntos, urdieron un equilibrio perfecto… hasta que la Oscuridad llegó.
Fue una guerra sin estandartes ni himnos. Sus tentáculos corrompieron bosques y los árboles parlantes en troncos retorcidos que gritaban maldiciones, envenenaron océanos y convirtieron montañas en colmillos de obsidiana. Los Espíritus lucharon con furia desesperada: el Rayo y el Viento tejieron tempestades que partían el cielo, mientras la Tierra levantaba murallas de diamante. La batalla estremeció los cimientos de Thalassara. Cuando el polvo cósmico se asentó, solo tres Espíritus permanecían: la Tierra, herida de grietas que sangraban magma; el Bosque, cuyas hojas susurraban lamentos; y las Profundidades, cuya alma marina se retorcía bajo una sombra imborrable.
Fue entonces cuando Él descendió: un Dios Absoluto cuyo aliento reescribió el destino de Thalassara. Con un gesto, sanó a los Espíritus sobrevivientes y devolvió a Thalassara su esplendor, pero añadió un nuevo verso a su poema: razas guerreras, diseñadas para ser guardianes eternos.
En la superficie, emergieron:
- Los Centauros de la Estepa, cuyos cascos resonaban como terremotos. Sus torsos humanos, cincelados como estatuas de bronce, alzaban hachas que partían montañas. Su orgullo nacía de su resistencia: podían soportar el peso de montañas y desatar terremotos al galopar.
- Los Draconios, nobles señores de espadas gemelas cuyas espinas dorsales brotaban escamas de oro fundido. Adoraban la perfección marcial, y se rumoreaba que su sudor olía a azufre, herencia de la sangre de dragón que corría en ellos.
- Los Ursath, osos colosales cuyas garras destilaban energía caótica. Cuando rugían, el aire se desgarraba en espirales violetas, y se decía que podían arrancar un continente si el frenesí los poseía.
- Los Herederos de la Luna, seres andróginos de piel nacarada que combatían con hondas de luz lunar. Vivían en torres flotantes y solo descendían al suelo durante los eclipses, cuando su poder crecía diez veces. Dominaban la luz de las tres lunas, invocando escudos de plata o flechas que perforaban sombras.
- Los Elementales, humanos versátiles que dominaban las fuerzas primarias. Entre ellos, los más temidos eran los Teúrgos del Caos, capaces de convocar tornados de lava o helar un bosque con un parpadeo. Ellos rechazaron el camino de los draconios para abrazar el caos de los elementos. Sus manos tejían huracanes, encendían llamas azules o congelaban ríos con un susurro.
En los océanos, dos reinos se alzaban:
- Los Saeldir, guerreros anfibios que surcaban las corrientes como flechas de plata. En tierra, sus piernas se transformaban en colas musculares que les permitían saltar kilómetros, y sus lanzas desataban monzones al clavarse en el suelo.
- Las Sirenas de las Ilusiones, cuya belleza era un arma. Sus cantos no solo hechizaban, sino que tejían realidades alternas: un marinero podía ahogarse creyendo estar en un banquete, o luchar contra fantasmas que solo existían en su mente.
Ninguna de estas razas conocía la verdad. Para ellas, los Espíritus eran mitos, y los dioses, meras constelaciones lejanas. Pero en las noches sin luna, cuando el viento aullaba desde las grietas abisales, algo susurraba que la Oscuridad jamás se había ido…
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Editado: 11.05.2025