La noche tejía su manto sobre el Bosque de las Sombras, donde los guerreros neutrales se congregaban bajo árboles cuyas raíces bebían de pozos de lágrimas ancestrales. Aethoniel, envuelta en su halo lunar, alzó una copa tallada en astilla de meteorito. El hidromiel dentro brillaba como leche de nebulosa.
—¿Sabéis por qué la luna derrama lágrimas de plata? —su voz hizo vibrar las hojas venenosas—. Porque desde las alturas ve cómo terrestres, oceánicos… y hasta yo misma… jugamos a ser dioses con dados de barro.
Mientras tanto, entre los claroscuros del bosque, Kaidos y Namarie danzaban un duelo de sombras y reflejos. Sus espadas trazaban arcos plateados que cortaban el vuelo de las luciérnagas, convirtiéndolas en lluvia de chispas efímeras. —Si fallas, te regalo mi capa —bromeó Kaidos, cuya espada Susurro de Eclipse dejaba estelas de oscuridad líquida—. Aunque huele a oso hibernando en cueva de azufre.
Karkoth, el Oso Devastador, gruñó desde las sombras, devorando un tarro de miel con dientes que crujían como tectónicas en guerra:
—Prefiero tu silencio —rugió, y cada palabra hizo temblar los hongos bioluminiscentes a sus pies—. O tu garganta.
Aetherion, cuya existencia era un enigma tejido de púrpura y fuego, observaba el cielo. Sus llamas sagradas ardían en espirales violeta, dibujando constelaciones que no pertenecían a ningún mapa conocido.
—Algo, en el vacío entre galaxias, está rompiendo las reglas —murmuró, con una mirada perdida en las estrellas.
Terminada la reunión, mientras cada quien se retiraba. Aethoniel se encontró con Namarie en el Bosque de las Sombras. Los árboles lloran por la guerra, dijo Aethoniel, mientras sus rayos lunares iluminaban flechas envenenadas. "Yo lloro por las almas que drenaré", respondió Namarie, observando el cielo.
Cuando se acercaba el amanecer, Kralkor y Eryndor Thorne esculpían geografía viva en un valle olvidado. El coloso montañés arrancó un peñasco y lo moldeó como un alfarero divino:
—¿Sabes por qué los pequeños se destripan entre sí? —preguntó, su aliento desprendía olor a núcleo terrestre—
Eryndor, cuyas manos sembraban flores de cristal en el lecho del nuevo río, respondió con un susurro de brisa otoñal:
—Porque olvidaron que la tierra y el mar son dos versos del mismo poema sanguíneo.
Mientras tanto, en las Montañas Elementales, Pyralis, caminaba entre los restos de un bosque quemado. Su cabello rojo oscuro brillaba como brasas al anochecer, y sus manos irradiaban un calor que purificaba la corrupción. Aunque su mera presencia en un conflicto hacía que los clanes se replantearan sus guerras, esta vez, su poder no era suficiente para detener la destrucción.
—El fuego no solo quema, también nutre —murmuró, tocando un árbol marchito. De sus manos brotaron llamas sagradas que revitalizaron el árbol, haciendo que brotaran nuevas hojas verdes; Sin embargo, la paz que buscaba parecía cada vez más lejana. En el horizonte, las luces anaranjadas de Aqualis ardían, señalando el inicio de una guerra que nadie podía detener y que casi acabó con la vida de su querida hermana.
Al amanecer, en Aqualis, los magos del Círculo de la Cuna se reunieron en silencio para encontrar una solución que detenga la guerra. Mientras que, por su parte, Eldrion se fue en busca de Kralkor encontrándolo frente al mar. El coloso, en su forma titánica, contenía una ola monstruosa con sus brazos de granito.
—Un dios antiguo casi mata a Elyra —dijo Eldrion, viendo cicatrices nuevas en el costado de Kralkor—. Zha’thik, el espíritu de las profundidades, apoya a los oceánicos. Tal vez los otros dos espíritus…
—No lucharé por ellos —interrumpió el coloso, haciendo temblar el lecho marino—. Pero tampoco dejaré que el mar borre mis montañas.
En las profundidades, Zha’thik despertó. Sus tentáculos, cubiertos de ventosas que crujían como dientes de tiburón, emergieron de las fosas abisales. La criatura rugió, y el sonido partió icebergs en el Polo Norte.
—Ninguna cadena de coral ni ejército de sirenas lo detendrá —susurraron los señores del mar, mientras sus tridentes temblaban.
Korvak, el Guardián de las Corrientes, intentó contenerlo. Su armadura de escamas iridiscentes brillaba con furia ancestral, pero incluso él retrocedió al ver los ojos bioluminiscentes de Zha’thik: estaban llenos de ira.
—Cada rugido es un recordatorio de que incluso los reyes tienen límites —murmuró Korvak, apretando su tridente con fuerza.
Desde las aguas lejos de la costa, Kalysta, la Sirena del Mar, lideraba a sus guerreros. Su canto hipnótico calmaba incluso a las criaturas más salvajes, pero esta vez, su voz estaba teñida de furia.
Mientras, en el bosque El Dosel Sombrío, Namarie y Aerthys compitieron en un improvisado juego: quién derribaba más proyectiles oceánicos (lanzas de agua cristalizada) antes de que alcanzaran a los refugiados.
—¡Esa cuenta como mía! —gritó Aerthys, desviando un proyectil con un torbellino que dibujó un corazón en el aire.
—Tramposa de viento —replicó Namarie, cuyo arco convertía las lanzas en lluvia inofensiva—. Pero te regalo la siguiente.
El juego terminó cuando Zha’thik arrasó una aldea costera. Los gritos de los árboles fueron tan agudos que Eryndor, por primera vez en siglos, lloró lágrimas de savia dorada. El Devorador de las Profundidades ya no era un arma: era un eclipse con tentáculos.
En su templo celeste, Aethoniel observaba desde un balcón de nubes solidificadas. Sus ojos de plata líquida veían las mentiras de los líderes, los miedos de los soldados, y el hilo cósmico que Zha’thik estaba deshilachando.
— El cosmos siempre encuentra un camino —murmuró, mientras la luna se teñía de rojo tras el monstruo—. Pero esta vez, el camino podría llevarnos a la destrucción.
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Editado: 27.06.2025