El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO VII: La Tormenta Perfecta

En un acantilado lejano, Drakonix, el Invocador de la Destrucción, un mago muy poderoso y perteneciente al círculo de la cuna que controlaba la energía destructiva, observaba cómo las primeras luces del amanecer iluminaban el horizonte. Su figura alta y delgada estaba envuelta en una capa negra que ondeaba con el viento, y sus manos descansaban sobre el mango de una espada que nunca parecía desenvainar. Con un gesto casual, hizo estallar una roca cercana, creando un vacío que absorbió un cardumen entero de peces.

—Esto es solo el prólogo —murmuró para sí mismo, con una voz cargada de solemnidad—. El verdadero caos aún está por llegar.

Antes de desaparecer en una grieta dimensional, Drakonix dejó caer una pequeña esfera de cristal al suelo. Esta emitió un zumbido bajo, como si estuviera registrando cada detalle de la batalla. Nadie sabía exactamente qué propósito tenía, pero todos los presentes sintieron un escalofrío recorrer sus espaldas al verla.

La guerra encontró su cénit en la Grieta del Suspiro, cicatriz planetaria donde las placas tectónicas gemían como amantes traicionados. Los terrestres desplegaron sus Golems de Obsidiana, colosos de roca fundida cuyas articulaciones chorreaban magma. Cada paso suyo abría fisuras que exhalaban gases sulfúricos, y sus proyectiles —bolas de fuego líquido— iluminaban el campo de batalla con destellos de apocalipsis.

Los oceánicos respondieron invocando Tifones Vivientes. Estas bestias de agua y relámpagos rugían con voces de leviatán ancestral, sus cuerpos translúcidos mostraban esqueletos de anguilas eléctricas. Cuando un tifón embistió a un golem, el choque liberó una explosión de vapor sobrecalentado que descuartizó a los primeros diez rangos de ambos ejércitos.

Pero el verdadero horror llegó cuando Zha’thik, fuera de control, emergió completamente desde las profundidades. Su cuerpo colosal bloqueaba el sol, y sus tentáculos se movían como relámpagos oscuros, arrastrando soldados y máquinas al abismo sin distinción. Kalysta intentó calmarlo con su canto, pero el monstruo estaba más allá de cualquier influencia. Su furia era un eco de la guerra misma, alimentada por el sonido incesante de los taladros que desgarraban el corazón del océano.

—¡No podemos detenerlo! —gritó Kalysta, su voz apenas audible sobre el rugido del caos. Sus lágrimas se mezclaron con el agua salada mientras veía cómo uno de los tentáculos de Zha’thik derribaba acantilados enteros, sepultando a cientos de soldados terrestres bajo toneladas de roca.

En un acto de desesperación poética, Kalysta guio a Zha’thik hacia la Caldera del Fuego Durmiente. Pyralis, con lágrimas de lava corriendo por sus mejillas, despertó al volcán con un canto ígneo. La explosión fue un abrazo de muerte: lava y coral incandescente encapsularon al monstruo, mientras las olas retrocedían en un suspiro atónito, revelando cadáveres de ciudades submarinas olvidadas.

El precio fue Mirael, aprendiz de Elyra, quien murió mientras congelaba una ola de lava que amenazaba a un grupo de niños oceánicos. Su cuerpo quedó suspendido en un bloque de hielo azul eléctrico, mano extendida hacia unos niños oceánicos que corrían hacia las profundidades. En su rostro joven, una sonrisa serena: estatua de valentía en un museo de ruinas.

El silencio posterior pesaba más que el núcleo del planeta. Entre el humo y los gemidos, Korvak y Lyrin Voss pactaron una tregua con apretones de mano que dejaron cicatrices en ambos puños.

—Esto no es el final —susurró Lyrin, observando cenizas que flotaban como nieve negra—. Es el susurro antes del grito final.

Korvak asintió, tenía una expresión sombría. Aunque había logrado proteger el Abismo de Coral, sabía que el conflicto no había hecho más que exacerbar las tensiones entre los reinos.

—El Abismo sobrevivió —murmuró—. Pero ¿a qué costo?




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