En la posguerra, Thalassara era un mundo marcado por cicatrices profundas. El Abismo de Coral, una vez fuente de energía ancestral para los oceánicos, ahora era un cráter humeante que escupía cenizas negras al cielo. Los bosques del sur se habían convertido en refugios improvisados para sobrevivientes de ambos bandos, quienes compartían fuego y alimentos con desconfianza.
Elyra, ya recuperada gracias a las curaciones de Eryndor, caminaba entre los escombros de Aqualis. Sus pasos eran silenciosos, pero cada pisada parecía resonar como un eco del pasado, en su paseo encontró algo inesperado: la Estrella de Mar Latiente que Kaidos había guardado durante la guerra. Al tocarla, su mente se llenó de visiones. Vio el núcleo del planeta, fracturado y envuelto en oscuridad, y algo más... algo grande que se movía entre las grietas, alimentándose del caos.
—El equilibrio no solo está roto —murmuró Elyra, dejando caer la estrella—. Está siendo devorado.
En las Prisiones de Raíz y Lava, Korvathar lamía los barrotes de su celda con una lengua de espinas. Cada gota de sangre que filtraba del agua —restos de la batalla— hacía crecer relieves en su piel: mapas de venganza.
—Pronto... —roncó, mientras tiburones espectrales danzaban alrededor suyo—. La sangre de los crédulos regará mi camino a casa.
En El Dosel Sombrío, Eryndor Thorne posó sus manos sobre un roble ancestral. Las hiedras lo abrazaron como serpientes cariñosas, susurrándole secretos en un idioma que ningún mortal recordaba.
—¿Lo sientes también, viejo amigo? —preguntó al viento, con una voz apenas audible.
La tierra se abrió con un quejido. Kralkor emergió, escupiendo un fragmento de mineral azul con vetas doradas. Su forma humana —una estatua de arcilla mal cocida— se desmoronaba en los bordes.
—Las montañas tiemblan no por la guerra, sino por algo más profundo —gruñó—. Esta piedra... huele a podredumbre.
Eryndor tomó el mineral. Al contacto, sus dedos se marchitaron brevemente, como si el tiempo mismo quisiera borrarlo.
—El núcleo de Thalassara está enfermo —dijo, mirando hacia el horizonte—. Y si nosotros lo notamos... ellos también lo harán.
En la Cámara de los Elementos, una sala de cristal volcánico donde las paredes guardaban gritos de batallas pasadas, Lyrin Voss , cuya armadura de dragón estaba ahora opaca por el polvo de derrota, fue recibido con silbidos y miradas de odio. Para los centauros, rendirse ante los oceánicos era una traición imperdonable.
—¡Mientras nuestro pueblo muere, el Coloso y el Espíritu juegan a ser jardineros! —rugió Garrick, un general centauro cubierto de cicatrices de garras marinas.
El clamor fue un muro. Guerreros dragón intentaron imponer razón, pero los centauros, con crines quemadas y armaduras oxidadas por agua salada, golpeaban el suelo con cascos que esculpían runas de traición.
—Los oceánicos tenían a Zha’thik, ¡nosotros solo tenemos jardineros cósmicos! —rugió Garrick, escupiendo saliva teñida de rabia.
—¡Los oceánicos tienen a Zha’thik, quien provocó el mayor caos! —gritó otro—. ¡Y nuestros líderes no logran convencer a esos dos para que combatan con nosotros!
—¡Ellos también viven en la tierra! —bramó Garrick—. ¡Deberían ayudarnos!
Los guerreros dragón intentaron calmar la situación, pero los centauros, orgullosos y furiosos, no cedían. La reunión terminó con Lyrin despojado de su título, que pasó a otro subalterno. Para los centauros, rendirse cuando el mayor enemigo de las profundidades había caído era un pecado sin perdón.
En la Playa de los Suspiros Ahogados, Kralkor encontró a Namarie y Aerthys cazando águilas mecánicas —restos de guerra que los oceánicos usaban para espiar.
—¿Por qué no lucháis? —preguntó Aerthys, lanzando una flecha de viento que partió un motor de bronce en pleno vuelo.
Kralkor creció hasta rozar las nubes, su cuerpo de montaña viva proyectando una sombra que oscureció la costa.
—Si lucho como antaño —retumbó, mostrando cicatrices en su costado que sangraban azufre—, no quedarán bandos… solo un cráter que olvidará vuestros nombres. Hace cientos de años, enfrentamos una invasión similar. Aunque salimos victoriosos, muchos de los nuestros murieron, y el planeta casi fue destruido. Si esta guerra entre terrestres y oceánicos dejó a Thalassara débil, imaginen cómo hubiera quedado si nosotros hubiéramos intervenido.
Namarie bajó el arco, sus ojos de ébano reflejando curiosidad ancestral:
—¿Muchos de ustedes? —preguntó Aerthys, intrigada—. ¿Acaso no eres como nosotros?
El coloso arrancó un acantilado y lo moldeó como plastilina divina:
—No —respondió Kralkor, su voz un rugido suave—. Cuando este planeta nació, Eryndor, Zha’thik, otros espíritus y yo le dimos forma. —Su voz hizo brotar flores de hielo en la arena—. Éramos fuerzas primigenias que decidimos tomar cuerpos. Fuimos quienes lucharon contra la primera invasión, y muchos de los nuestros perecieron defendiendo nuestro hogar.
Aerthys silbó, impresionada:
—Entonces tú y Eryndor son dioses antiguos —dijo Namarie, con una sonrisa sincera—. Como cuentan las leyendas. No lo sabía, pero es genial ser amiga de dos de los tres que quedan.
—Aunque vuestra consentida es la Doncella de Hielo, agregó Aerthys sonriendo amistosamente.
Por primera vez en siglos, Kralkor emitió un sonido que los pájaros confundieron con risa.
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Editado: 27.06.2025