Una luna después, bajo el manto de El Dosel Sombrío, Aethoniel, la Guardiana Lunar, organizó un festín para celebrar la paz recién forjada. Aethoniel, con su armadura de fases lunares, había convertido el bosque en un salón de festines donde las hojas susurraban melodías antiguas. Elyra, cuyos dedos danzaban como escultores de invierno, había engalanado los árboles con cristales de hielo que refractaban la luz en arcoíris nocturnos. Kaidos, envuelto en su capa de sombras vivas, alzaba una copa de vino de algas fosforescente, cuyo brillo rivalizaba con las cicatrices estelares en su espada.
Incluso Korvathys, el Devorador de Poderes, había acudido bajo juramento de tregua. Sus ojos, dos pozos de energía caótica, brillaban con la desconfianza de un depredador enjaulado. Pero aquella noche, todos respiraban el mismo aire envenenado de paz provisional.
Durante los festejos, las interacciones entre los invitados dibujaron momentos de alegría:
Namarie reía junto a Karkoth, el oso gigante cuyo pelaje aún olía a hollín de batalla. Con un gesto teatral, la arquera nocturna clavó una flecha en una manzana sobre la cabeza del oso, haciendo brotar jugo ámbar que él lamió con deleite infantil.
—¡Eres más hábil con el arco que yo con mis garras! —rugió Karkoth, sacudiendo el suelo con una risa que hizo caer pétalos de flores carnívoras.
Cerca de ellos, Aerthys se deslizó hacia Korvathys, cuyo cuerpo exudaba un aura de tormenta contenida.
—Cuéntame de las ciudades de coral —susurró la Flecha del Viento, jugueteando con una ráfaga que hacía bailar su cabello dorado—. Sueño con pasear por mercados de burbujas eternas y escalar torres de agua sólida.
El Devorador de Poderes emitió un gruñido que hizo vibrar las copas de hidromiel:
—En el océano, los sueños se ahogan rápido… o se convierten en pesadillas con branquias.
Elyra, radiante como un lucero boreal, se acercó a Nyxoria, cuya silueta se fundía con las sombras como tinta en papel negro.
—Debe ser difícil liderar un clan de susurros y dagas —dijo la Doncella de Hielo, creando una flor de escarcha en su palma—. Yo apenas sobrevivo a los berrinches de mi hermana llameante.
Nyxoria, cuyos ojos eran dos astillas de obsidiana, sonrió con la frialdad de un glaciar:
—El respeto se gana con elegancia letal —respondió, ajustando su daga Éter, que gemía levemente—. Pero si tú llegaras a nuestras guaridas, les enseñarías que la luz también puede cortar.
Elyra rio, y el sonido hizo florecer cristales de hielo en las ramas cercanas:
—¡Entonces prepara tu mejor té de sombras! ¡Un día iré de visita!
En una plataforma elevada donde las raíces se entrelazaban en tronos naturales, Kralkor encontró a Aethoniel. La Guardiana Lunar observaba el festín como un águila de plata, sus pupilas reflejaban los destellos de mil conversaciones.
—No es bueno que la anfitriona esté sola —dijo el coloso, cuya voz hacía vibrar el polvo estelar en el aire.
—Disfruto viendo lo que hemos salvado —respondió ella, señalando a Eryndor, que bailaba torpemente con un grupo de hadas de musgo—. Y me pregunto… ¿por qué Zha’thik no comparte esta paz que dices que lleva dentro?
Kralkor se inclinó, haciendo crujir las placas tectónicas bajo sus pies:
—Él carga cicatrices que ni el tiempo borra —confesó, mientras una grieta en su brazo de piedra exudaba azufre dorado—. Fue nuestro escudo en la Guerra de las Raíces Sangrantes. Lo que ven como furia… es dolor convertido en armadura; Era pacífico antes de todo esto... y aún lo es, aunque pocos lo conocen realmente.
Aethoniel lo miró pensativamente. —Hay algo que me gustaría preguntarte, pero no sé si sea adecuado.
—Adelante —respondió Kralkor, despreocupado.
—¿Y por qué ocultáis vuestra verdadera naturaleza? Podríais ser faros, no leyendas.
El dios montaña tomó un puñado de tierra y lo dejó caer lentamente:
—Porque este mundo no es nuestro sueño… es nuestro legado. —Su voz adquirió el tono de un río subterráneo—. Terminado la guerra, un ser de luz pura nos encontró entre escombros cósmicos. Nos curó, y al ver nuestro anhelo, pobló Thalassara con vida que nosotros jamás podríamos crear. Él… era como un hijo de las estrellas primigenias. Nosotros solo quisimos ser guardianes silenciosos.
—Entonces sois padres sin hijos —murmuró Aethoniel, con una sonrisa triste—. Y quizás… los héroes más nobles.
Si ese es vuestro deseo, no intervendré. Pero me alegra compartir estos tiempos con dos dioses antiguos... bueno, tres, si Zha’thik muestra su lado pacífico.
Ambos rieron, sus voces resonaron como campanas en el bosque.
El festín se detuvo cuando Aetherion alzó su copa. Las llamas sagradas en sus ojos iluminaron el Cinturón de Helyon, tres estrellas que titilaban como velas agonizantes.
—Mirad —advirtió, y todos siguieron su mirada—. Las hermanas de Helyon… se apagan.
Un suspiro colectivo recorrió el bosque. Antes de que alguien hablara, las tres luces se desvanecieron, devoradas por una oscuridad que no pertenecía al cielo.
Eryndor se apartó, palpando el suelo con manos que entendían el lenguaje de las raíces. Los árboles susurraron en clave, sus voces vegetales entrecortadas por el pánico.
—No son estrellas… —murmuró, mientras lianas se enroscaban en sus brazos como serpientes protectoras—. Son umbrales. Y algo… algo los está cruzando.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta el viento contuvo su aliento. En ese instante, todos supieron: la paz había sido solo un prólogo escrito en arena.
En un universo lejano, más allá de las fronteras conocidas, una figura encapuchada observaba desde una grieta entre dimensiones. Su armadura negra absorbía la luz de una galaxia lejana, y sus ojos brillaban con un fulgor antinatural. Era el líder de una raza antigua y poderosa, originada en los primeros milenios de expansión del espacio.
—17 ciclos —murmuró, y las palabras resonaron en mil dimensiones como campanas fúnebres—. Creen que salvaron su mundo… pero solo lo prepararon para ser cosechado.
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Editado: 27.06.2025