El amanecer en Aqualis era un abrazo de luz dorada y risas. En la plaza central, Elyra danzaba entre esculturas de nieve vivas que imitaban a los niños en sus juegos: un dragón de hielo perseguía a un grupo de pequeños, derritiéndose en carcajadas líquidas al ser tocado.
—¡Mira, mira! —gritó una niña sirena mientras un cisne de escarcha bebía de su mano, dejando un rastro de gotas brillantes que se convertían en margaritas al caer al suelo.
Pyralis, recostada en un trono de lava solidificada que brillaba como ámbar, esculpía crisantemos de hielo con dedos que humeaban levemente.
—¿No te cansa ser el hada favorita del reino? —preguntó, fundiendo una escultura con un suspiro cargado de ceniza perfumada.
Elyra atrapó el crisantemo al vuelo, congelándolo en una pose perfecta: —Y a ti… ¿no te cansa mentir sobre lo mucho que odias ser la dramática de la familia?
Las risas de ambas se mezclaron con el sonido de campanas de coral que los tritones hacían repicar con colas acrobáticas.
En las afueras, Kaidos entrenaba a jóvenes guerreros bajo un cielo de azul imposible. Sus espadas de bambú trazaban arcos plateados mientras desviaban hechizos de aire convertidos en mariposas translúcidas.
—La magia es como el viento —decía Kaidos, partiendo un hechizo en dos libélulas de luz—. Si escuchas su respiración… nunca te sorprenderá.
Pero aquel día, el viento callaba. Demasiado.
En el Bosque de los Susurros Eternos, Eryndor y Kralkor intercambiaban miradas cargadas de presagios. Las raíces del viejo roble donde se apoyaban rezumaban savia negra.
—El equilibrio está rompiéndose —murmuró Eryndor, tocando un hongo bioluminiscente que parpadeaba erráticamente—. Pero no puedo ver cuándo ni cómo.
Kralkor arrancó un trozo de piedra cercano, su rostro de granito reflejando preocupación.
—Lo que sea que viene… no es de este mundo.
Mientras, Aerthys y Namarie se colaban en la guarida de Karkoth, un refugio entre árboles cuyas cortezas guardaban runas de protección ancestral. La jarra de hidromiel lunar brillaba bajo un rayo de sol filtrado.
—¡Corre, que despierta! —susurró Namarie cuando el oso movió una pata del tamaño de un escudo.
Aerthys lanzó un beso burlón a Karkoth antes de huir: —¡Eres un osito de miel con corazón de gigante!
El oso, entre ronquidos, sonrió. Sus guardianes solo sacudieron la cabeza: —Algún día esa traviesa le robará hasta las estrellas.
La paz era una melodía perfecta. Hasta que las Ruinas de Elyria gritaron.
En ese lugar sagrado donde los árboles crecían en espirales de piedra y el aire olía a incienso de hierbas milenarias, el cielo se rasgó. Un portal de bordes dentados, como cicatrices de una batalla cósmica, vomitó una niebla negra que devoró la luz. Las espirales de piedra crujieron, retorciéndose como gusanos al sol, y el aroma a hierbas se tornó en hedor a metal oxidado y ozono quemado.
Las primeras criaturas emergieron: siluetas humanoides de extremidades alargadas, piel de obsidiana líquida y ojos que eran fracturas hacia un vacío estrellado. Sus pisas no hacían ruido, pero donde tocaban el suelo, las flores se convertían en espirales de ceniza geométrica.
En Aqualis, Kaidos detuvo su entrenamiento. Las mariposas de aire que Aerthys había creado se desvanecieron de golpe.
—El viento… —murmuró, mirando hacia las ruinas—. Ya no respira… grita.
Mientras los niños reían y las sirenas entonaban canciones de marea alta, una mancha oscura se extendía en el horizonte. Thalassara respiraba paz… pero en las sombras, el universo contenía el aliento.
El cielo sobre las Ruinas de Elyria sangraba oscuridad. El portal, una herida pulsante en el firmamento, escupió a los primeros invasores:
Korgrath, el Portador de la Ruina, emergió envuelto en una capa de sombras vivas. Su espada Apocalipsis destilaba un fuego negro que retorcía el aire como serpientes agonizantes. Cada paso suyo dejaba huellas de ceniza animada que susurraban maldiciones en lenguas olvidadas.
—Siempre es un placer… —roncó, inhalando el miedo que aún no se manifestaba— …dejar lo mejor para el final.
Tras él, Khra’gixx, el Cazador de las Sombras, se materializó como una pesadilla hecha carne. Sus garras, más filas que espadas, eran su arma de asedio. Los cachos retorcidos en su frente brillaban con runas que confundían a los seres débiles que las miraban.
—Este planeta grita… —susurró, lamiendo el filo de una garra— …y sus gritos son deliciosos.
Xarathys, el Señor de las Ilusiones, apareció riendo. Sus espadas gemelas, Engaño y Desesperación, proyectaban visiones de ciudades reducidas a espejismos: madres abrazando hijos fantasmas, guerreros luchando contra sombras de sus seres amados. Su risa era un cascabel envenenado.
—Así que este es el planeta que las otras legiones no pudieron destruir —dijo, lamiendo el filo de una hoja—. Patético.
Korvaxys, el Señor de la Transformación, cerró el cuarteto. Sus brazos elongados se retorcían como serpientes metálicas, y sus puños brillaban con energía corrupta que hacía vibrar los huesos de los presentes.
—En el pasado, aquí habitaban seres dignos… aunque pocos. —Luego señaló las ruinas con un brazo elongado—. Los mataron como insectos. Lástima… Me hubiese gustado matarlos yo mismo.
Korgrath soltó un rugido que hizo temblar las nubes: —No te preocupes. Los que quedan… y los nuevos… harán que esta carnicería valga la pena.
ras ellos, legiones de aberraciones seguían emergiendo:
Soldados de escamas necróticas, cuyas armas eran extensiones de sus huesos.
Bestias hexapodas que babeaban ácido en ritmo de canción infantil.
Humanoides capilares, con tentáculos que se retorcían como gusanos en busca de cráneos donde anidar.
Seguido de un clan de magos apareció liderado por figuras oscuras cuyas auras chisporroteaban con tormentas eléctricas. Invocaban relámpagos para hacerse notar, como lobos aullando a la luna.
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Editado: 27.06.2025