El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XVI: Sin Nombre

En los Pantanos de Lamentis, un escuadrón de sirenas dirigido por Lyra, la Tejedora de Mareas, entonó la Nana Abisal. Las aguas ennegrecidas por los invasores retrocedieron, purificándose en espirales de burbujas plateadas que danzaban como lágrimas del mar.

—¡El ritmo es nuestro aliento! —rugió Lyra mientras criaturas de lodo y dentelladas torcidas emergían de la niebla—. ¡Cada nota late con el corazón de las profundidades!

Toren, un soldado terrestre de los guerreros dragón, se abrió paso entre el caos, cercenando tentáculos viscosos con su espada al compás del canto.
—¿Siempre convertís la guerra en un concierto? —preguntó, rechazando un golpe con el filbrete de su armadura.
—Solo cuando vosotros destrozáis el compás —replicó una sirena de escamas azuríes antes de ahogar a un enemigo en un remolino que gemía como alma perdida.

Mientras tanto, en el bosque Namarie y Aerthys se refugiaron tras los restos de un golem terrestre, cuya carcasa humeante aún conservaba el brillo de runas extintas. Tres Behemoths de Sombrasdesgarrados al mundo por los rituales de Zhrakkor— avanzaban. Sus cuerpos eran montañas de roca fundida, grietas incandescentes surcaban sus pieles, y de sus ojos brotaban gusanos luminiscentes que silbaban al contacto con el aire.
—¿Tres contra dos? Al menos les daremos un funeral épico —murmuró Aerthys mientras lanzaba una flecha que se deshilachó en un torbellino de viento cortante.

El segundo Behemoth cedió cuando Aerthys canalizó su torbellino hacia una grieta del suelo, engullendo al monstruo en las entrañas de la tierra. El tercero, sin embargo, rugió con tal fuerza que el aire se cuajó de escarcha negra, paralizando a ambas.
—¡No os detengáis! —intervino Elyra, emergiendo de un sendero flanqueado por cristales de hielo. Con un gesto, las patas del monstruo quedaron prisioneras en un bloque de glacial pureza.

Namarie no titubeó: su última flecha se hundió en el corazón de la criatura, desvaneciéndola en un polvo que olía a azufre y derrota.
—Tu gratitud me conmueve, oh Princesa de Hielo —susurró Aerthys, esbozando una reverencia teatral mientras limpiaba sangre imaginaria de su atuendo.

En las Llanuras de Vorax, Korvus Tharel quinto vértice del Inframundo— lideraba su legión de berserkers. Sus hachas malditas no solo incendiaban el campo, sino que devoraban el sonido, dejando un silencio opresivo. De repente, Korvak, el Guardián de las Corrientes, emergió de un géiser hirviente, rodeado de guerreros oceánicos cuyas lanzas de coral vivo palpitaban con bioluminiscencia. A su espalda, un coro de sirenas entrelazaba sus voces con la Nana Abisal, tejiendo una barrera sonora contra la oscuridad que quería adentrarse en los guerreros.

—¡Retroceded, gusanos con ínfulas de dioses! —tronó Korvus, lanzando una onda de fuego negro que retorció el aire como serpiente en agonía. Korvak contraatacó con un muro de agua hirviente, donde flotaban esqueletos de criaturas abisales.

La batalla fue un torbellino de contrastes: los oceánicos danzaban en formaciones líquidas, usando tácticas de marejadas rápidas, mientras los berserkers desgarraban el orden con violencia tectónica. Garrick, el líder terrestre, se abrió camino entre el fragor hasta Korvak:
—¿Truco o tridente? —escupió, evitando por un pelo el golpe que partió una roca en dos.

—¡Persiste en preguntar y será tu epitafio! —rugió Korvak mientras su arma se hundía en el pecho de un berserker, cuyo último aliento burbujeó en sangre espumosa.

En la Playa de los Suspiros Olvidados, Kalysta y Zha’thik avanzaban como marea y ciclón. El monstruo marino aplastaba legiones bajo tentáculos cubiertos de ventosas dentadas, mientras Kalysta segaba cabezas con sus espadas gemelas, cuyos filos brillaban como sonrisas de tiburón.
—¡Más! —aulló Zha’thik al hundir a un Leviatán de Oscuridad en arenas movedizas—. ¡Que sus súplicas alimenten las mareas!

Kalysta entrecortó la furia de su aliado con un verso de la Nana Abisal, cuyas notas flotaron como medusas de luz entre el humo:
—No somos espejos de su crueldad, Zha’thik —dijo, fijando sus ojos en el horizonte sangrante—. Elegimos diferente.

El monstruo gruñó, pero su furia se moderó, como si las palabras de Kalysta fueran una corriente fría que apagaba brasas ardientes.




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