En el campo de batalla central, Korgrath, el Portador de la Ruina, clavó su espada en la tierra. Un surco de lava negra brotó de la grieta mientras susurraba: —Ven, hermano en perdición. Es hora de que tú también recuerdes la delicia de la venganza.
Del portal emergió Kalthok, el Rey de los Esqueletos, pero no como un simple cadáver animado. Su esqueleto dorado irradiaba una majestad marchita, como un sol eclipsado por mil años de oscuridad. Su armadura de huesos crujió, no con el sonido de la muerte, sino con el lamento de un reino extinguido.
—Matasteis mi mundo… ahora mataré el vuestro —rugió Kalthok, no con rabia, sino con la frialdad de un juez que condena lo inevitable. Al alzar su mano, legiones de no-muertos surgieron del suelo, avanzando no con sed de sangre, sino con la precisión de quienes ya no temen al abismo.
Korgrath observó, con una sonrisa de padre orgulloso retorciendo sus labios cuarteados:
— Adelante mi botín más preciado, destruye la vida de este planeta
Sabía que Kalthok, bajo la corrupción, seguía siendo el estratega que un día lideró ejércitos bajo estandartes de esperanza. Cada esqueleto reanimado movía sus huesos con la memoria de guerreros caídos, potenciados por una oscuridad que convertía su resignación en furia.
Por otro lado, debido a la corrupción de la oscuridad, podía reanimar a los muertos creando ejércitos de esqueletos dispuestos a pelear por él y que tienen más poder de combate que cuando estaban vivos a causa de la oscuridad que los posee. Este guerrero víctima de su maldición tenía la fortaleza de que, a pesar de ser desarmado en combate, puede rearmarse y seguir luchando.
Minutos en los Pantanos de Bruma Eterna el aire era pesado, como si cada respiración arrastrara el peso de mil secretos enterrados. La niebla se arremolinaba alrededor de raíces retorcidas y árboles muertos, devorando sonidos y convirtiendo los pasos en ecos ahogados. Ni los vivos ni los muertos hallaban descanso allí.
En ese silencio sepulcral, Drakonix, el Invocador de la Destrucción, avanzaba con la arrogancia de quien cree haber domesticado el miedo. su capa negra ondeaba como una sombra viva, y sus manos brillaban con un fulgor violáceo, listas para desatar el caos.
Frente a él, emergiendo de la bruma como una visión sacada de una pesadilla, estaba el ejército de Kalthok, el Rey de los Esqueletos: miles de esqueletos marchaban en perfecta sincronía, con sus huesos chasqueando como un coro macabro mientras que los acompañaba un grupo de esqueletos que tocaba una melodía de aventura con huesos y tambores.
—¿Huesos danzantes? —se burló Drakonix, mirando a los esqueletos músicos cuyos tambores golpeaban compases de batalla tallados en tibias—. ¡Patético! ¿Esto es lo que oponen estos invasores?
Con un gesto despectivo, levantó las manos hacia el cielo, y un vacío absoluto comenzó a expandirse desde su cuerpo. El aire mismo parecía ser arrancado de la existencia, y cientos de esqueletos fueron desintegrados en un instante por una poderosa explosión, reducidos a polvo antes de que pudieran dar un solo paso más, pero la música no cesó. Los músicos sin carne siguieron tocando, ahora con un ritmo lento, funerario, como si cada nota fuera un clavo en el ataúd del hechicero.
—Dejo a los demás en sus manos— le dijo a su ejército dándole la espalda a los esqueletos.
Y entonces, la bruma se partió.
Kalthok emergió, la luz corrupta de la luna jugaba en sus huesos dorados, revelando cicatrices de batallas ganadas en otra era. Su espada de hueso sangraba runas oscuras, como lágrimas de tinta.
—Tú no eres el primero que confunde soberbia con poder —dijo, y en su voz resonó el crujir de ciudades enterradas—. Ni serás el último espectador de tu propio final.
Antes de que Drakonix pudiera reaccionar, Kalthok se movió. No caminó, no corrió: simplemente atravesó el vacío como si fuera un espectro incorpóreo. En un parpadeo, estaba frente al hechicero, su espada de hueso perforó el pecho del hechicero. No hubo resistencia, solo el sonido de un suspiro escapando de una prisión de carne.
Drakonix cayó con el silencio de quien comprende demasiado tarde. sus ojos estaban dilatados mientras veía su vida desfilar: la advertencia de Eldrion, su unión al Círculo de la Cuna, su sed de poder. Gotas de sangre negra brotaron de su boca, y su voz se quebró en un susurro ronco: —No… no puede ser…
El Rey de los Esqueletos alzó el cráneo de Drakonix como un trofeo macabro. La luz espectral del pantano se filtraba a través de sus cuencas vacías, y su mandíbula, rígida en la muerte, parecía esbozar una sonrisa burlona. Con un rugido que sacudió las ciénagas y agitó la bruma pútrida, el rey esquelético elevó su espada al cielo.
En respuesta, su ejército de muertos estalló en un estruendo de huesos entrechocando, un siniestro aplauso que se alzó como una burla al guerrero caído. Las calaveras resonaban como tambores de guerra, y las filas de esqueletos se apretaron, más rápidas, más letales, como si la derrota de Drakonix les insuflara un poder oscuro.
Entonces, entre el crepitar de los cuerpos desmoronándose, una banda de esqueletos irrumpió en una marcha de victoria. Su música fúnebre se entrelazaba con los gritos ahogados de los moribundos, marcando el ritmo implacable de la masacre. Aquella no era una batalla. Era una ejecución."
La bruma comenzó a disiparse lentamente, revelando un paisaje devastado. Donde antes había estado el ejército defensor, ahora solo quedaba un cráter vacío, como si el propio pantano hubiera tragado cualquier rastro de su existencia, pero Kalthok no se detuvo a celebrar. Sabía que esta victoria no era más que un preludio.
Con un último chasquido de su espada, Kalthok dio la orden de avanzar. Su ejército de no-muertos marchó hacia el horizonte, dejando tras de sí un silencio aún más profundo que el que habían encontrado al llegar.
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Editado: 27.06.2025