El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XVIII: El Eclipse de la Guardiana Lunar

El Santuario de las Tres Lágrimas era un lugar sagrado: un círculo de menhires lunares cuyas superficies grabadas vibraban con runas olvidadas bajo la luz de la luna. El aire olía a jazmín fresco, pero también a hierro y lágrimas secas, una mezcla que quemaba la garganta como un recordatorio de la batalla. En el centro, Aethoniel, la Guardiana Lunar, se alzaba con la fragilidad de una antorcha en un huracán.

Sus ojos plateados brillaban con una intensidad sobrenatural, reflejando la determinación que ardía en su corazón. La daga de luz que empuñaba temblaba en su mano, como si la propia luna dudara de su fuerza. Frente a ella, Khra’gixx, el Cazador de las Sombras, avanzaba.

—¡Esta noche no será nuestro final! —tronó Aethoniel, su voz resonando con la grandeza de un eco celestial. Sus ojos, antes nublados, ahora ardían con el resplandor de mil estrellas.

Con un gesto fluido, alzó la mano hacia el firmamento, y la luz lunar obedeció su llamado. Un rayo plateado desgarró la noche, descendiendo como una flecha divina que iluminó el campo de batalla con un resplandor etéreo. Khra’gixx gruñó, obligándose a retroceder, su sombra retorciéndose bajo la luz sagrada.

Pero no hubo temor en su mirada, solo la promesa de una carnicería. Sus labios, curvados en una sonrisa oscura, susurraban sin necesidad de palabras:

—Lucha cuanto quieras… al final, todo caerá ante mí—.

Las guerreras de Aethoniel, envueltas en armaduras de perlas estelares que resplandecían como fragmentos de constelaciones, avanzaron en formación de estrella. Eran un solo ser, una sinfonía de luz y acero, danzando con precisión celestial, cada golpe tejido con la armonía de los astros.

Pero Khra’gixx no era un adversario que obedeciera las reglas del cosmos. Era la negación misma del orden, una sombra que se deslizaba entre los ataques con una velocidad que desafiaba toda lógica. Donde las guerreras trazaban líneas de luz, él respondía con el vacío; donde sus espadas buscaban carne, solo encontraban el eco de lo imposible.

Uno a uno, sus movimientos impecables se volvieron inútiles. Khra’gixx no solo esquivaba—se desvanecía, reescribía la batalla con cada giro. El filo de sus garras cortó sin resistencia, su risa resonó en la penumbra, y con cada toque, drenó la esencia vital de sus oponentes, devorándolas con la paciencia de un cazador que saborea la desesperación antes de dar el golpe final.

Una a una, las guerreras cayeron, sus cuerpos se desmoronaban como flores marchitas bajo el peso de la noche. Las perlas de sus armaduras comenzaron a estallar en polvo plateado, dejando tras de sí un rastro de desolación. Aethoniel observó con horror cómo su guardia personal, sus hermanas de batalla, eran reducidas a nada más que recuerdos.

—¿Luz contra oscuridad? —Khra’gixx se burló al quebrar la daga de Aethoniel, y el sonido del metal al romperse fue el de un cristal cayendo al vacío—. La luz siempre… se apaga.

Aethoniel cayó de rodillas, su cuerpo temblaba por el esfuerzo y el dolor. Una herida profunda en su costado sangraba plata, un líquido que parecía contener la misma esencia de la luna. Pero incluso en su agonía, no se rindió. Con un último aliento, invocó un haz de luz lunar tan puro y brillante que perforó el cielo como una lanza divina. El santuario entero se iluminó, y por un breve momento, pareció que la oscuridad retrocedería para siempre.

Pero Khra’gixx era más rápido. Usando su máxima velocidad, apareció detrás de Aethoniel en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que ella pudiera reaccionar, el demonio extendió su garra afilada y la atravesó por el corazón. La Guardiana Lunar cayó, sus ojos plateados perdían su brillo mientras caía de rodillas.

—Decidles a las estrellas… que las seguiremos. —fue lo último que dijo, su voz apenas fue un susurro antes de que su cuerpo se desplomara en el suelo, inerte.

El santuario quedó en silencio. Las perlas de las guerreras estallaron en polvo plateado, cubriendo el suelo como una capa de nieve celestial. Khra’gixx miró a su alrededor, su expresión impasible. No había triunfo en su rostro, solo una fría eficiencia.

—Las estrellas siempre mienten —dijo, limpiando sus garras en el manto de niebla que ahora envolvía el santuario—. Prometen luz… pero solo saben alumbrar funerales.

Con eso, el demonio se alejó, dejando atrás un santuario que ya no brillaba. Los menhires lunares, antes vibrantes con energía, ahora parecían meras piedras inertes. El aire, que antes olía a jazmín y esperanza, estaba ahora cargado de un vacío que hacía eco en el alma.

Mientras Khra’gixx desaparecía en la oscuridad, una única lágrima plateada descendió del cielo, cayendo sobre el cuerpo sin vida de Aethoniel. Se solidificó en una pequeña perla que brillaba débilmente, como si la luna misma llorara por su pérdida. En algún lugar lejano, las estrellas titilaron una vez más, como si intentaran responder al mensaje de la Guardiana Lunar.

Pero el mensaje nunca llegó. Solo quedaba el silencio, y la promesa de que la oscuridad aún tenía mucho camino por recorrer.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.