El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XIX: Los Lideres De Thalassara

Las Llanuras de Vorax, antaño vastas y majestuosas, yacían reducidas a un páramo de cráteres y tridentes quebrados. La batalla entre los ejércitos de los líderes de Thalassara y las huestes del quinto demonio más poderoso se encontraba en su punto culminante. La sangre oscurecía las aguas, y las olas rugían como si el océano mismo llorara por sus caídos.

Los guerreros oceánicos cedían terreno, sus filas desmoronándose bajo la furia implacable de los berserkers. Cada embestida era una marea de destrucción, cada choque de acero un latido más cerca del abismo. Los cantos de las sirenas, otrora portadores de esperanza, se desvanecían en la brisa salada, ahogados por el estruendo de la guerra.

—¡Este lugar será vuestra tumba! —rugió Korvus, su voz reverberando como un trueno bajo las aguas. Con una furia despiadada, arremetió contra las filas oceánicas, apartando guerreros con cada golpe, buscando provocar a su verdadero rival.

Y entonces, entre el caos de la batalla, Garrick emergió. Sus miradas se cruzaron como dos tempestades a punto de colisionar, y en un parpadeo, la guerra entera pareció desvanecerse a su alrededor. En aquel instante, ya no eran ejércitos chocando. Eran solo dos titanes, cara a cara, en un duelo a muerte.

El combate era brutal. Garrick resistía con la fiereza de un guerrero curtido en mil batallas, pero incluso su resistencia tenía límites. La sombra de la derrota se cernía sobre él cuando Korvus alzó su arma para asestar el golpe final.

Pero el destino aún no había decidido su fin.

Con un estruendo que partió el campo de batalla, Korvak irrumpió en su defensa, interponiendo su hoja entre la muerte y su aliado.

—No es necesario que me ayudes, Korvak. —espetó el centauro, con su orgullo herido tanto como su cuerpo.

—No podemos permitirnos perder. —replicó Korvak con determinación—. Esta batalla solo la ganaremos si antes cae el líder de los berserkers.

Garrick sonrió, con una mueca cargada de ironía y aceptación acompañado de un sonido áspero que se mezcló con el crujir de su armadura al levantarse:

—Como digas… Aunque nunca imaginé pelear al lado de un oceánico sino contra uno.

Korvak dejó escapar una risa seca, casi nostálgica.

—De todas las razas terrestres, fueron ustedes con quienes más conflictos tuvimos, —replicó Korvak, sosteniendo su tridente con ambas manos—. Así que puedo decir que el sentimiento es mutuo.

—Vaya, una reconciliación antes de morir… parece una forma bonita de morir. —Está bien… les concederé su deseo. Rugió Korvus, su voz reverberaba como un trueno en la llanura devastada.

Se lanzó contra ellos con una furia desatada. A simple vista, dos contra uno parecía una ventaja, pero la realidad contaba otra historia. Cada golpe de Korvus era un terremoto, cada embestida una tormenta. A su alrededor, la guerra tomaba un nuevo curso.

Las sirenas, dejando atrás su canto, se sumaron a la lucha, abalanzándose sobre los berserkers con una ferocidad renovada. La marea de la batalla comenzó a cambiar. Poco a poco, el ejército de Korvus se desmoronaba, sus filas disipándose como espuma en la tempestad.

Pero él no apartó la vista.

El campo de batalla podía desvanecerse a su alrededor, pero para Korvus solo existía un propósito: la pelea. Y no se detendría hasta ver la sangre de sus enemigos teñir el suelo.

De pronto, en un movimiento fugaz, el hacha de Korvus trazó un arco letal en el aire, encontrando su objetivo con precisión despiadada. La hoja incandescente se hundió en el costado de Garrick, desgarrando carne y esperanza por igual. El guerrero cayó de rodillas, su aliento escapando en jadeos irregulares antes de desplomarse sobre la tierra ensangrentada.

—Uno ha caído… solo faltas tú. —murmuró Korvus con una sonrisa cruel, volviendo su atención a Korvak.

Korvak se quedó inmóvil por un instante, su mente atrapada entre la incredulidad y el horror. Había luchado con cada fibra de su ser, invocando tormentas, desatando su velocidad máxima, desgarrando el viento con embestidas furiosas… y aun así, la balanza no se inclinaba a su favor.

Korvus no era más veloz, pero su defensa era un muro inquebrantable, una fortaleza viviente más resistente que cualquier coraza centáurica. Su hacha, imbuida de llamas infernales, devoraba cada ráfaga de tormenta antes de que pudiera tocarlo. No había debilidad, no había apertura.

Y en ese momento, Korvak comprendió la verdad devastadora.

Desde el principio, nunca tuvieron oportunidad.

Un escalofrío recorrió su columna, no por el miedo a la muerte, sino por la revelación que se abría ante él.

—¿Contra qué clase de enemigos pelearon nuestros dioses antiguos? —pensó con impotencia, mientras la sombra de Korvus se cernía sobre él como el juicio final.

Cuando la fe en sí mismo comenzaba a desvanecerse, el cántico de la Nana Abisal resonó como un eco lejano pero poderoso. Las guerreras sirenas cantaban mientras luchaban, sus voces entrelazadas con la magia primordial del océano. Korvak, recuperando algo de lucidez, se lanzó una vez más contra Korvus, pero la disparidad de poder era evidente. El demonio rompió el tridente de Korvak con un solo golpe y lo lanzó al suelo, dejándolo indefenso.

Korvus Thar alzó su hacha maldita sobre el cuerpo herido del líder oceánico. Su armadura de escamas estaba destrozada, su fuerza al borde del colapso, y el fuego negro que ardía en la hoja de Korvus lo mantenía inmovilizado.

—¿Dónde está toda la confianza que desbordabas? —escupió Korvus, clavando el hacha en el hombro de Korvak—. ¡En el fondo, sabes que merecíais perder!

Korvak rugió de dolor, pero aún así invocó una última marejada que arrastró a media legión enemiga y a las propias sirenas que intentaban protegerlo. Mientras su vida se extinguía, dio su última orden: —Que Eldrion libere a Korvathar…

Korvus sonrió. No hubo piedad en sus ojos cuando, con un movimiento pausado y cruel, atravesó el pecho del oceánico, asegurándose de que su agonía fuera lenta. Cuando el cadáver se desplomó, el demonio volvió la mirada hacia Garrick, quien yacía inconsciente a unos metros.




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