El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XXI: El Precio De La Traición

Mientras tanto, en la Aldea del Destino, el aire estaba cargado de humo y gritos desgarradores. La aldea costera, antes un refugio pacífico de pescadores donde el océano cantaba junto a las olas, ahora era un infierno de fuego y sangre. Las chozas de madera ardían como antorchas, sus llamas lamiendo el cielo nocturno mientras iluminaban las figuras de los berserkers liderados por Korvus Thar, un guerrero colosal cuyos ojos brillaban con un odio sobrenatural. Su hacha negra, forjada en las profundidades más oscuras de los abismos, destellaba con cada golpe mortal, como si devorara la luz misma.

Pero algo más acechaba en las sombras. Algo que parecía no pertenecer a este mundo… ni a ningún otro.

Desde la niebla espesa, una figura emergió con el peso de una pesadilla olvidada por el tiempo. Korvathar, el Devorador de Sangre, avanzó con pasos implacables, cada uno resonando como el eco de una guerra ancestral. Su armadura, oscura y abollada por mil batallas, estaba cubierta de costras rojas, como si la sangre misma se hubiera solidificado sobre su cuerpo, adhiriéndose a él como un tributo eterno a la masacre.

En su mano derecha, sujeta con una fuerza inquebrantable, descansaba su espada sedienta. La hoja no era de metal común; parecía palpitar, vibrar con un hambre propia, anticipando la muerte antes de que siquiera ocurriera.

Korvathar detuvo su marcha y alzó la mirada hacia su presa.

—¿Un demonio jugando a ser general? —su voz gutural se arrastró por el aire, reverberando como un eco distorsionado desde las entrañas del inframundo.

Con una calma casi ritual, deslizó la lengua por el filo de su arma, degustando el aire saturado de hierro y podredumbre. Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.

—Déjame mostrarte qué es el caos.

Los berserkers, inmunes al miedo por la magia oscura que corría por sus venas, se lanzaron contra él con gritos ensordecedores y una furia que se elevaba como un rugido colectivo de guerra.

Pero Korvathar no era un adversario común. No era un hombre, ni un demonio. Era un parásito viviente, un devorador de esencias cuya existencia misma era una afrenta a la naturaleza. Cada gota de vida que tocaba, la transformaba en poder puro.

La batalla estalló como un torbellino de acero y rabia.

Los berserkers atacaron en oleadas, sus armas chocaban contra la espada del Devorador en un caos de chispas y estruendos metálicos. Golpe tras golpe, sus embestidas caían sobre él como una tempestad desatada… y sin embargo, Korvathar no cedía terreno.

Se movía con una gracia inhumana, esquivando cada hachazo, cada estocada, como si danzara en el filo de la muerte. Su sonrisa, torcida y hambrienta, solo se ensanchaba con cada intento fallido de sus enemigos.

Uno tras otro, los berserkers comenzaron a caer.

Korvathar no necesitaba cortes profundos ni heridas letales. Solo un roce de su espada era suficiente. Allí donde su filo tocaba carne, la vida era arrancada de inmediato. Guerreros que momentos antes rugían de furia ahora se desplomaban como muñecos de trapo, sus cuerpos caían reducidos a cáscaras secas y quebradizas.

La tierra a sus pies se oscureció. No con sangre, sino con polvo y cenizas, como si la existencia misma estuviera siendo devorada.

Korvus Thar observó con horror cómo su ejército era reducido a nada en cuestión de minutos. El miedo se abrió paso en su mente, pero su furia lo superó.

Con un rugido de rabia, invocó su fuego maldito, envolviendo su hacha en llamas negras que chisporroteaban con energía corrupta.

—¡Eres un error! —bramó Korvus, lanzándose en un ataque brutal, su hacha partía el aire con la furia de un cataclismo.

Pero Korvathar no era alguien que pudiera ser derrotado tan fácilmente.

Se deslizó con la agilidad de una sombra viva, evitando el golpe por centímetros. Antes de que Korvus pudiera reaccionar, el Devorador ya estaba sobre él y su espada hundiéndose en su pecho con una precisión letal.

Korvathar rugió, con su expresión retorcida en un éxtasis salvaje.

—No sabes cuánto extrañaba sentir el miedo de mis enemigos.

Korvus, jadeando, logró mantenerse en pie. Sus piernas tambaleaban, su sangre empapaba su armadura, pero su mirada no se apartó de su oponente.

¿Había sido su exceso de confianza lo que lo llevó a esta situación? ¿O simplemente estaba ante una fuerza que nunca pudo haber vencido?

No importaba. No había más tiempo para dudar.

Con un grito de desafío, Korvus Thar se lanzó nuevamente al combate.

Korvathar sonrió.

Con un rugido primigenio, invocó una tormenta de fuego alrededor de sí mismo. Su velocidad se incrementó. Su fuerza se multiplicó. Y con una ferocidad devastadora, atravesó el corazón del berserker con sus garras.

El amanecer encontró la Aldea del Destino convertida en ruinas.

Los restos del ejército de Korvus eran poco más que pilas de armaduras vacías, abandonadas como caparazones de insectos muertos. Entre los cadáveres, Korvathar caminaba con la calma de un depredador saciado. Su armadura aún goteaba sangre fresca, y su aliento exhalaba el hedor metálico de la muerte.

Miró hacia el horizonte, donde el sol tímidamente intentaba nacer entre el humo y las cenizas.

Eructó con satisfacción.

—Ahora… a por el plato principal.

Su voz fue poco más que un susurro. Pero en aquel valle de muerte, resonó como un trueno.

El Devorador de Sangre alzó su espada hacia el cielo, y en respuesta, una tormenta de arena y fuego comenzó a formarse a su alrededor. Sabía que esto no era más que el preludio. Algo más grande lo esperaba. Algo que haría que esta masacre pareciera insignificante en comparación.

Mientras la tormenta rugía, Korvathar se desvaneció en un remolino de sombras.

Solo quedaron el eco de su risa cruel… y el aroma espeso de la sangre flotando en el aire.




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