El Valle de las Cicatrices yacía en un estado de ruina perpetua, un paisaje desolado donde la historia se escribía con cenizas y sangre. Era un lienzo destrozado por siglos de batallas olvidadas, y ahora, bajo el cielo grisáceo, volvía a ser un campo de guerra.
La tierra estaba perforada por cráteres humeantes, cada uno exhalando vapor y polvo como heridas abiertas. Espejismos danzaban entre las sombras, reflejos distorsionados que se burlaban de la percepción, desafiando a cualquiera que osara mirarlos demasiado tiempo. Era un terreno donde la realidad misma se doblaba y traicionaba.
En el epicentro de ese caos, dos figuras emergían como titanes enfrentados por el destino.
Aetherion, el Portador de la Llama Sagrada, y Xarathys, el Señor de las Ilusiones.
La armadura dorada de Aetherion, antaño un faro de esplendor, ahora estaba reducida a jirones ennegrecidos. El metal, derretido y chamuscado, colgaba en fragmentos de su cuerpo herido, consumido por el desgaste de la batalla. Su respiración era un eco irregular en la brisa enrarecida, pero en sus ojos aún ardía una luz inextinguible. No había miedo. No había rendición. Solo la certeza de que lucharía hasta el último aliento.
En sus manos sostenía su lanza, el arma que había encendido mil victorias y repelido incontables sombras. Su filo aún resplandecía, aunque débilmente, con un fuego blanco que titilaba como una llama al borde de la extinción como si supiera que era el último resplandor antes de la oscuridad.
Frente a Aetherion, Xarathys sonreía con una crueldad palpable, sus espadas gemelas Engaño y Desesperación reluciendo con una energía corrupta que destellaba en el aire. Cada paso que daba era calculado, casi felino, como si estuviera disfrutando cada momento de la lucha que se desarrollaba frente a él. Sus ojos brillaban con malicia mientras observaba al guerrero herido que aún se mantenía en pie, desafiando el peso de la derrota.
—Tu ilusión final será tu muerte. —rugió Aetherion, con una voz cargada de furia y dolor, como si cada palabra fuera una maldición. Con un grito desgarrador, canalizó todo el poder que le quedaba en un rayo de fuego blanco que surgió de su lanza, cruzando el aire como una estrella fugaz, iluminando la oscuridad del valle.
Pero Xarathys no retrocedió. En lugar de huir, su rostro se transformó en una sonrisa siniestra, una que parecía saborear la muerte que se avecinaba. Levantó ambas manos, y el aire a su alrededor se agitó violentamente, su cuerpo comenzó a temblar con una energía antinatural.
Con un movimiento frenético, Xarathys atravesó a Aetherion con una de sus garras afiladas, su golpe tan rápido y violento que ni siquiera el fuego sagrado que ardía en el corazón del Portador pudo resistirlo. La llama blanca se apagó al instante, dejando tras de sí solo cenizas que se disolvieron en el aire.
El guerrero caído ya no pudo sostener su lanza. Solo quedó el eco de su sacrificio, y el vacío de su ausencia.
—¡Nadie juzga al señor de las mentiras! —aulló Xarathys, su cuerpo mutado se tambaleaba por el daño sufrido durante la lucha. A pesar de los daños visibles, su forma monstruosa seguía siendo una amenaza formidable. Su risa llena de locura resonó en la desolación del valle, mientras su alma se perdía aún más en el abismo de su transformación.
Desde un risco cercano, Namarie y Aerthys observaban la escena con expresiones sombrías. La brisa helada les acariciaba el rostro, pero ni el viento ni el horror de la batalla lograban distraerlas. Sabían que no había tiempo para dudar.
Aerthys tensó su arco con la precisión de un depredador calculando su golpe final.
—¿Tres flechas o una? —preguntó en un susurro, con un tono tan afilado como la cuerda de su arma.
Namarie no apartó la mirada de su objetivo. Sus ojos, fríos como la noche, destellaban con una determinación letal.
—Una. En el ojo que no tiene.
Sin más palabras, ambas actuaron al unísono.
La flecha de Aerthys, imbuida en viento puro, se deslizó a través del aire como un suspiro invisible, indetectable hasta el último segundo. Al mismo tiempo, la de Namarie, teñida con veneno lunar, brillaba con un fulgor fantasmal mientras cortaba la distancia con una precisión quirúrgica.
Ambas impactaron con una sincronización perfecta, perforando el núcleo ilusorio de Xarathys en el único punto donde su esencia aún era vulnerable.
El demonio aulló.
Su grito desgarró el aire, un eco de agonía que reverberó a través del valle. Su cuerpo se fracturó como un espejo maldito, estallando en mil fragmentos de vidrio negro que salieron disparados en todas direcciones. Las esquirlas cortaron la niebla matutina, desvaneciéndose en el viento como lágrimas de obsidiana que se derramaban sobre la tierra devastada.
Luego, solo quedó el silencio.
El único sonido era el leve crujido de los restos de Xarathys, esparcidos por el suelo como el último vestigio de su existencia.
A unos pasos de allí, Aetherion yacía inmóvil, su cuerpo roto, pero envuelto en un halo de luz que aún se aferraba al mundo. No era un simple cadáver; era un legado. Su sacrificio había dejado una marca indeleble en el tejido de la realidad, una cicatriz luminosa en la oscuridad del campo de batalla.
Namarie y Aerthys descendieron del risco con pasos calculados, sus rostros serios pero llenos de resolución.
Ninguna pronunció palabra.
No era necesario.
La victoria estaba escrita en los fragmentos de obsidiana que crujían bajo sus botas. Pero junto con ella, flotaba el peso de una pérdida irreparable.
—Debería haber sido suficiente… —murmuró Aerthys, con su mirada perdida en el horizonte, donde las nubes comenzaban a teñirse de un rojo ominoso, como si el cielo mismo se estuviera preparando para otra masacre.
Namarie no respondió de inmediato. Se inclinó y recogió uno de los fragmentos de vidrio negro, aún tibio, palpitando con la última sombra de Xarathys. Lo sostuvo entre sus dedos por un momento, observando su superficie irregular, antes de deslizarlo en su bolsa con una expresión grave.
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Editado: 27.06.2025