El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XXIII: El Bosque de los Susurros

Las Llanuras de Ceniza eran un campo de sombras y brasas, donde la batalla se libraba entre llamas y cadáveres ambulantes. Pyralis, con el fulgor del fuego sagrado ardiendo en sus manos, lideraba a magos y guerreros contra las interminables hordas de Kalthok, el Rey de los Esqueletos.

Alrededor de ellos, la música macabra de un grupo de esqueletos resonaba entre el caos, una siniestra melodía que parecía marcar el ritmo de la destrucción.

—¡Quemadlos hasta que ni el polvo quede! —bramó Pyralis, desatando una oleada de fuego sagrado que devoró las primeras filas de esqueletos. Las llamas doradas envolvieron las osamentas, reduciéndolas a cenizas en un instante.

Pero Kalthok no se inmutó.

Desde lo alto de su colina de cráneos, la calavera del nigromante se inclinó ligeramente, y su risa reverberó en la neblina ardiente.

—¿Crees que tu fuego me asusta, niña? —su voz era un susurro quebrado, pero cargado de burla—. Yo nací en la oscuridad… y a ella regresaré.

Mientras hablaba, su propio cuerpo comenzó a cambiar. La negrura de sus huesos se cubrió de un brillo incandescente mientras un torrente de lava emergía de su interior, solidificándose en una armadura de piedra ardiente. Sus manos, ahora garras de obsidiana, destellaban con el calor del inframundo.

La muerte misma se volvía fuego para desafiar a la llama sagrada.

La batalla rugió con aún más violencia. Guerreros y magos cayeron uno tras otro bajo las oleadas de no-muertos. Y entonces, Kalthok alzó sus manos al cielo…

Un resplandor oscuro recorrió el campo de batalla.

Los caídos comenzaron a retorcerse. Sus cuerpos, aún cubiertos de heridas sangrantes, se alzaron con ojos vacíos, sin voluntad, sin alma. No importaba de qué bando hubieran sido. Magos, guerreros, aliados y enemigos por igual… ahora servían a Kalthok.

Pyralis sintió un nudo en la garganta.

Frente a ella, rostros familiares, compañeros que apenas minutos atrás luchaban a su lado, ahora avanzaban con la mirada vacía y las armas listas para matarla.

El horror la atravesó.

No había elección.

Con un grito de furia y desesperación, Pyralis alzó sus manos y volvió a invocar su fuego sagrado. Pero esta vez, no solo quemaba enemigos.

Las llamas consumieron a quienes alguna vez fueron sus aliados, reduciendo sus cuerpos a cenizas antes de que pudieran alzar sus armas contra ella.

El fuego rugía, pero su alma se sentía más fría que nunca.

Alguna vez, el Bosque de los Susurros fue un santuario de vida. Un lugar donde los árboles susurraban secretos al viento, donde las criaturas del bosque vivían en armonía, protegidas por la quietud sagrada de la naturaleza.

Ahora, bajo el asalto brutal de Korvathar y Zha’thik, se había convertido en un cementerio de astillas y cadáveres desecados.

Korvathar, con su silueta imponente y sus ojos ardiendo como brasas infernales, avanzaba como una tormenta viviente. Su espada vibraba con un fulgor enfermizo, devorando la energía vital de todo lo que tocaba. Con cada golpe, el bosque moría un poco más. Los árboles caían convertidos en polvo, los cuerpos se desplomaban como hojas secas bajo un sol abrasador.

—¡Más! —rugió Korvathar, con su voz resonando como un trueno distorsionado—. ¡Quiero sentir este planeta latir en mi garganta!

En otro extremo del bosque, Zha’thik desataba su propia carnicería. Sus tentáculos, colosales y retorcidos como látigos cósmicos, desgarraban la tierra y aplastaban árboles que habían resistido milenios. Donde tocaba, la corrupción florecía.

El suelo fértil se ennegrecía, susurrando de agonía al convertirse en cenizas crujientes. Guerreros caían bajo su sombra, reducidos a nada más que recuerdos antes de que pudieran siquiera levantar sus armas.

Kalysta cabalgaba sobre uno de los tentáculos de Zha’thik, su figura delicada contrastando con la devastación que la rodeaba. Su voz, clara como el agua, se elevaba en la brisa, entonando la Nana Abisal.

Una melodía ancestral, una plegaria que alguna vez calmó incluso a las bestias más salvajes.

Pero ahora, su canto parecía menguar. Las notas se ahogaban en la oscuridad, como si la propia melodía estuviera siendo devorada.

Sus ojos reflejaban el peso de la batalla, el cansancio de quien lucha contra lo inevitable.

—Resiste un poco más, viejo amigo… —susurró, acariciando el tentáculo sobre el que cabalgaba.

Pero en el fondo, sabía la verdad.

No podría contenerlo por mucho más tiempo.

Tal como Kralkor había advertido, la corrupción estaba ganando terreno. Y pronto, no quedaría nada que salvar.

Desde las sombras de un bosque agonizante, un grupo de guerreros emergió como la última línea de defensa. Eryndor Thorne y Kralkor lideraban la carga, sus corazones latiendo al unísono con la tierra que juraban proteger. No podían permitir que Korvathar y Zha’thik consumieran completamente el Bosque de los Susurros. Era el corazón espiritual de Thalassara. Si caía, todo lo demás también lo haría.

Pero antes de que pudieran enfrentarse a los titanes, una legión de horrores se alzó en su camino.

Demonios menores.

Retorcidos, deformes, sombras nacidas de las pesadillas más oscuras. No eran meros soldados. Eran sirvientes de los Señores Mayores. Monstruosidades que se alimentaban de miedo y desesperación.

Vorthak el Desollador: Un demonio cubierto de escamas negras y garras afiladas como cuchillas de obsidiana. Se movía como un relámpago, su risa gutural reverberaba como un eco infernal mientras desgarraba carne y armaduras con movimientos casi invisibles.

Syraxis la Devoradora de Almas: Una figura etérea envuelta en humo negro, flotando por encima del campo de batalla. Cada vez que abría la boca, un grito agudo atravesaba la realidad misma, paralizando a sus víctimas mientras ella absorbía sus almas. Sus ojos, dos pozos infinitos de oscuridad, eran ventanas a la locura.

Kragul el Rompedor: Un coloso con la forma de un toro, cuyos cuernos brillaban con energía corrupta. Se movía como un ariete viviente, derribando árboles y aplastando guerreros con la furia de una tempestad encarnada.




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