El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XXV: La Nana en la Oscuridad

En lo profundo de una cueva oculta, donde el eco del mar se filtraba entre las paredes húmedas, Kalysta y sus sirenas entonaban la Nana Abisal, un cántico ancestral que resonaba como un eco de los abismos más profundos. El canto vibraba en las paredes húmedas, llenando el ambiente de una paz inmensa que comenzó a calmar el espíritu de cada guerrero presente. La oscuridad que se había filtrado en sus corazones retrocedió, como si la luz de un faro hubiera disipado las sombras del mar.

Zha’thik, acurrucado en un rincón, gruñó al sentir cómo la corrupción abandonaba lentamente el control de su cuerpo. Sus tentáculos, antes tensos y agresivos, se relajaron, y sus múltiples ojos parpadearon con una mezcla de dolor y alivio.

—Duele… pero duele bien. —Su voz fue apenas un susurro, un reconocimiento silencioso de la sanación que lo envolvía.

Mientras tanto, Elyra, la Doncella de Hielo, corría hacia el frente donde Pyralis luchaba contra Kalthok. Al pasar cerca de la cueva, una nota de la Nana Abisal la detuvo brevemente. Giró su cabeza y alcanzó a ver a Kalysta, cuyos ojos brillaban con lágrimas negras que parecían contener todo el peso del océano. Por un instante, sus miradas se cruzaron, y algo en el alma de Elyra se calmó antes de seguir adelante.

Poco después, Eryndor llegó a la cueva.

El canto de Kalysta lo recibió con su armonía envolvente, y por un momento, sintió una paz que no había conocido en días. Parte de su espíritu encontró consuelo, aunque el peso de la batalla aún oprimía su pecho.

Miró a su alrededor, observando a los heridos que descansaban en el refugio de la cueva. Suspiró.

—Lamento interrumpir, Kalysta, reina del océano… —su voz sonaba pensativa— me temo que tendremos que curar a más heridos acompañados de tus cantos.

Kalysta abrió los ojos, esbozando una sonrisa cansada.

—¿Reina del océano? No creo que a Korvak le guste oír tal halago.

Eryndor bajó la mirada. Su expresión se ensombreció con una tristeza profunda.

—Lamento ser portador de malas noticias, Kalysta… —su voz apenas fue un susurro— el rey Korvak ha muerto en combate… junto con Garrick.

El tiempo pareció detenerse.

Por un momento, el canto cesó.

El corazón de Kalysta se hundió, su voz se quebró sin necesidad de palabras. Una punzada helada se alojó en su pecho.

—Era un rey gruñón conmigo… —susurró, con un intento de sonrisa que no logró sostenerse— pero en el fondo… era bueno con nuestra raza.

Su tristeza se mezcló con la melodía que volvía a surgir de sus labios.

Esta vez, el canto tenía un tono más melancólico.

No solo estaba sanando heridas.

Ahora… estaba despidiendo a un rey.

De pronto, un estruendo sacudió la entrada de la cueva.

Kralkor apareció en la entrada, con su imponente silueta recortada contra la luz agonizante del día. Sobre sus hombros, los cuerpos inconscientes de Kaidos y Nyxoria pendían como estandartes rotos. Detrás de él, Aerthys y Namarie lo seguían con expresiones tensas.

Kalysta y Eryndor se giraron al instante.

—Por favor, Kalysta, necesitamos de tu ayuda para contener la oscuridad dentro de sus cuerpos mientras Eryndor los cura poco a poco. —La voz de Kralkor resonó con urgencia mientras depositaba a los guerreros heridos sobre el suelo de piedra.

Kalysta asintió.

Aerthys se adelantó, sus ojos aun reflejaban la intensidad de la batalla reciente.

—Nosotros también ayudaremos en lo que podamos, así que dígannos si nos requieren.

Una vez más, la cueva se llenó de paz.

El canto de Kalysta y sus sirenas envolvió el lugar, una melodía tejida con el eco del océano y la esencia de la vida misma. Era como si el mar hubiese encontrado su hogar en aquellas paredes de piedra, su murmullo apaciguaba las heridas del cuerpo y el alma.

Eryndor cerró los ojos y extendió las manos sobre Kaidos y Nyxoria. De sus dedos brotaron raíces vivas, que se deslizaron como serpientes a su alrededor, envolviéndolos en un abrazo sanador. Las heridas comenzaron a cerrarse lentamente, como si la propia tierra estuviera sanando sus cicatrices, la fiebre a disiparse… pero la sombra que habitaba en ellos se resistía.

El combate dentro de sus espíritus aún no había terminado.

Mientras Eryndor trabajaba, Aerthys observó con curiosidad a Zha’thik.

Por primera vez, el coloso marino parecía en calma frente a sus ojos, sus tentáculos estaban recogidos a su alrededor y su respiración profunda y serena.

Con una sonrisa traviesa, Aerthys se acercó y tocó una de sus orejas.

—Qué bonitas orejas, gran Devorador de las Profundidades. Es todo un honor verlo tan calmado.

Soltó una risa ligera mientras miraba a Kalysta con admiración. A pesar del agotamiento, la sirena seguía cantando, su voz unía los hilos invisibles de la vida y la muerte.

Zha’thik entrecerró los ojos y, sorprendentemente, sonrió.

Su corazón estaba en paz.

Pero en el fondo de su alma, sabía que la batalla aún lo llamaría.

Cuando Eryndor terminó de curar a Kaidos y Nyxoria, se volvió hacia Zha’thik.

El coloso lo miró en silencio, como si ya supiera lo que iba a decirle.

Eryndor colocó una mano sobre su piel escamosa, sintiendo la energía oscura que aún se agitaba dentro de él.

—Querido amigo… —susurró con tristeza— la oscuridad en tu espíritu ha aumentado.

El silencio en la cueva se hizo más denso.

—Si vuelves a ceder… no lucharemos para hacerte entrar en razón. —Su mirada se endureció. — Lucharemos contra ti porque serás uno de ellos.

Zha’thik cerró los ojos por un momento. Respiró hondo.

—Estaré bien, amigo mío. —Su voz era baja, contenida, como si intentara convencerse a sí mismo—. Esta vez, tendré mayor cuidado al incrementar mi poder.

Eryndor no respondió.

Sentada en la penumbra, Namarie finalmente rompió su silencio. Su voz, generalmente fría y calculada, tembló por primera vez.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.