El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XXVI: El Amanecer de los Malditos

Las Llanuras de Ceniza ardían con el resplandor de llamas conjuradas.

Pyralis se encontraba en el centro del caos, con los brazos alzados, rodeada de magos que canalizaban fuego sagrado hacia su enemigo. Kalthok, el Rey de los Esqueletos, se movía entre las llamaradas con una inquietante agilidad. Su armadura de lava solidificada chisporroteaba con cada impacto, pero no cedía.

Detrás de él, su ejército de no-muertos avanzaba implacable, y entre sus filas, un grupo de esqueletos aún tocaba sus instrumentos, su música transformándose en una melodía épica y macabra.

Era como si la propia muerte celebrara la masacre.

Pyralis sintió la furia crecer dentro de ella. El fuego era su aliado, pero también su condena.

—¡Arrasad con ellos, no dejéis ni cenizas!

El rugido de su orden se apagó de golpe cuando sus ojos se encontraron con una visión aterradora.

Entre los no-muertos… había rostros de sus discípulos.

No eran simples cadáveres reanimados.

Eran su gente.

Pyralis sintió que la garganta se le cerraba. Sus llamas titubearon.

—Incluso a ellos… —murmuró, con la voz quebrada—. Incluso a ellos…

El titubeo fue fatal.

Un joven aprendiz, Renn, observó a una de las guerreras caídas con su armadura aún sucia con el barro de la batalla. La conocía.

Habían entrenado juntos.

Habían luchado juntos.

Habían reído juntos.

Era la mujer que amaba.

Renn bajó las manos. No pudo hacerlo.

Esa fracción de segundo fue todo lo que Kalthok necesitó.

Con un movimiento cruel y calculado, atravesó el pecho del aprendiz con una lanza de hueso afilado.

Renn soltó un jadeo ahogado, su mirada temblaba de incredulidad mientras la sangre brotaba de su boca.

El Rey de los Esqueletos rio con sorna, aplastando el cadáver bajo su bota con un sonido seco.

—La piedad… es un lujo de cobardes.

Y con un chasquido de sus dedos, el cuerpo de Renn se estremeció… y se levantó.

Sus ojos, ahora vacíos, se fijaron en Pyralis.

Por otro lado, bajo un cielo sin estrellas, donde la oscuridad parecía devorar incluso el tiempo, se alzaban las Criptas de Obsidiana.

Torres de piedra negra rasgaban la noche como colmillos, y en su interior, un círculo de magos oscuros trazaba símbolos prohibidos con la sangre de criaturas cósmicas. El aire estaba cargado de tormentas, de susurros etéreos que reptaban por las grietas de la realidad.

En el centro del ritual, Khra’gixx estaba encadenado a un monolito, sus garras aferradas a la piedra, su cuerpo vibraba con ira contenida. Las runas grabadas en su piel brillaban como estrellas moribundas, pulsando con cada latido de su corazón.

Su voz retumbó como un trueno entre las paredes malditas.

—Más vale que esto funcione, Korvaxys. No permitiré que unos debiluchos como ellos se burlen de mí… ni que mi oportunidad de matar a esos dioses antiguos se desvanezca.

Korvaxys, observando desde las sombras, esbozó una sonrisa pálida.

—Tranquilo, Khra’gixx. Nuestros magos han estudiado bien el hechizo que te lanzaron. Confía en ellos.

Pero la confianza no tenía cabida en un lugar como ese.

El ritual comenzó.

El ambiente en las Criptas de Obsidiana se desgarró.

Tormentas azotaron las murallas, el fuego surgió de las fisuras del suelo como si la tierra misma estuviera vomitando su furia.

Zhrakkor, uno de los altos sacerdotes del caos, alzó su báculo mientras un aprendiz desangraba a un dragón marino cautivo.

—¡Más! —exigió, mientras su voz atravesaba la tempestad—. ¡El Cazador debe ser el látigo de este universo!

Las llamas del ritual se intensificaron buscando torcer la realidad para arrancar el hechizo que limitaba a Khra’gixx y devolverle su poder absoluto.

Y entonces…

El contrahechizo funcionó.

A medias.

El silencio se esparció como veneno.

Uno de los hechiceros se arrodilló, su respiración estaba agitada.

—Señor Korvaxys… el hechizo no se rompió del todo.

Khra’gixx ya podía usar todo su poder… pero solo bajo la sombra de la noche.

Korvaxys entrecerró los ojos, pensativo.

—Lástima ¿No hay algo que puedan hacer para proteger su debilidad?

Antes de que los magos respondieran, una voz emergió desde la penumbra.

Zarethys, el Devorador de Almas, avanzó con su andar etéreo, su presencia eclipsaba las llamas del ritual.

—Yo me encargaré.

Los magos lo miraron expectantes.

—Haré que pueda convertir el día en noche… aunque sea por un tiempo.

El caos desafiará al orden. La oscuridad devorará la luz.

Y yo lo demostraré.

Khra’gixx escuchó cada palabra con una sonrisa lobuna.

Alzó sus garras, sintiendo la energía recorrer su piel.

Era cierto. Su fuerza absoluta solo existía bajo la noche…

Pero ahora podría hacer de la noche su aliada.

Soltó una carcajada grave, profunda, como el retumbar de una tormenta en el horizonte.

—Jugáis a ser dioses… pero hasta los dioses tienen dueños, —rio Khra’gixx, decapitando a dos magos oscuros como "agradecimiento" por su trabajo.

Korgrath cruzó los brazos, con la mirada perdida en la penumbra.

—Hagamos un recuento de nuestras fuerzas. —Su voz sonó pesada, casi con resignación—. Es evidente que hemos subestimado a nuestros rivales.

Khra’gixx alzó la mirada hacia la luna con una sonrisa ladeada.

—Bueno, si insistes.

Con un movimiento ágil de sus garras, invocó un gran cristal oscuro que irradiaba un resplandor espectral, proyectando imágenes de todo lo sucedido en Thalassara.

Los demonios se reunieron en torno a la visión, observando las escenas de la guerra desplegarse ante ellos.

—Bien, veamos qué ha ocurrido con los nuestros. —Khra’gixx inclinó la cabeza con curiosidad.

Korvaxys dejó escapar un rugido bajo, cruzando los brazos.

—Vaya, me sorprendes, Khra’gixx. No cabe duda de que eres un genio.




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