El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XXVII: Fuego contra Huesos

El amanecer llegó con un lamento silencioso.

El aire estaba cargado de cenizas flotantes, como si el propio cielo llorara por los muertos.

Las Llanuras de Ceniza eran un paisaje desolado, donde cada paso levantaba polvo gris que se adhería a la piel como recuerdos imborrables. El suelo aún humeaba, las brasas de la batalla anterior parpadeaban como luciérnagas moribundas, y el hedor de carne calcinada impregnaba el aire.

En el centro de aquel infierno terrenal, Pyralis, la Sacerdotisa del Fuego, retrocedía lentamente.

Su respiración era irregular, su cuerpo estaba cubierto de hollín y heridas abiertas.

Frente a ella, avanzando con la paciencia de un verdugo, Kalthok, se alzaba como un titán imposible de derribar.

Sus huesos brillaban con el fulgor de almas robadas, y su armadura de lava burbujeante parecía burlarse de las llamas sagradas que Pyralis lanzaba con furia.

Cada ataque de fuego chocaba contra el espectro de su existencia, pero no lograba consumirlo.

Kalthok rio, con un sonido hueco que resonó en la llanura como el eco de un cementerio olvidado.

—¿Qué prefieres, Sacerdotisa?

Su voz era un murmullo espectral, retorcido por siglos de condena.

Pyralis no respondió.

Pero Kalthok no necesitaba una respuesta.

Giró su espada de hueso ancestral entre sus dedos, dejándola bailar en el aire como si saboreara el momento. Sus ojos vacíos brillaban con una malicia eterna.

—¿Morir quemada… o unirte a mi ejército?

Pyralis no habló.

Habló el fuego.

Escupió una llamarada con toda la rabia que su alma podía contener.

Un torrente de fuego sagrado cubrió la llanura, un resplandor tan intenso que las sombras huyeron en todas direcciones. Las cenizas danzaron en el aire, consumidas por la explosión dorada.

El suelo se resquebrajó.

El mundo entero pareció temblar bajo la intensidad de su poder.

Pero cuando la luz se disipó, Kalthok seguía en pie.

Su armadura de lava burbujeante no había cedido. Las llamas resbalaron sobre su cuerpo como agua sobre piedra.

El esqueleto inclinó la cabeza.

—Lástima.

Pyralis apretó los dientes.

Sabía que este era el final.

Pero no su final.

Con las últimas fuerzas que le quedaban, elevó la mirada hacia su enemigo, mientras su cuerpo aún estaba envuelto en brasas humeantes.

Y sonrió.

—Prefiero… arder contigo.

Su voz fue un susurro cargado de determinación mientras reunía todo su poder para un último ataque. Los músculos de sus brazos temblaron bajo la tensión de canalizar su energía vital, y las llamas que la rodeaban tomaron formas fantasmagóricas, como si las almas de aquellos caídos lucharan junto a ella.

Pero Kalthok fue más rápido.

Con un rugido ensordecedor, la espada de hueso atravesó su pecho.

Elyra, la Doncella de Hielo, llegó al campo de batalla justo cuando su hermana era asesinada frente a sus ojos.

El tiempo pareció detenerse.

El brillo de la espada de hueso de Kalthok aún destellaba en el aire. El cuerpo de Pyralis caía de rodillas, mientras los últimos crisantemos de hielo que había creado se derretían en lágrimas chisporroteantes sobre la tierra calcinada.

El mundo se volvió blanco.

Un rugido de pura desesperación retumbó como un trueno en la llanura.

El calor abrasador se desvaneció en un instante cuando Elyra desató una tormenta de nieve que devoró todo a su alrededor. El fuego se apagó. El cielo se partió. La tierra misma se encogió bajo el peso del frío extremo.

Los no-muertos de Kalthok se desmoronaron en ráfagas de escarcha.

Las rocas estallaron en polvo bajo la furia de su hielo.

Incluso el propio Kalthok quedó atrapado, sus huesos estaban inmóviles cubiertos por una prisión de cristal congelado que crujía bajo su propio peso.

Elyra cayó de rodillas.

—¡Hermana!

Su voz era un lamento que atravesó la ventisca, su eco resonaba como un lamento de los dioses.

Tomó el cuerpo de Pyralis en sus brazos, abrazándola con una desesperación silenciosa.

Las lágrimas de Elyra se mezclaron con los restos de escarcha, creando pequeñas perlas de hielo que rodaban hasta el suelo ennegrecido. El viento dejó de soplar. El mundo contuvo el aliento.

Pero la guerra no conocía compasión.

Con un crujido escalofriante, el hielo que envolvía a Kalthok comenzó a resquebrajarse.

Desde su prisión congelada, el fulgor espectral de sus huesos volvió a brillar, más intenso que antes.

El sonido de la escarcha rompiéndose fue como el eco de un presagio.

Antes de que pudiera liberarse por completo, una ráfaga de viento cortó el aire con la precisión de una guillotina.

Nyxoria, la Sombra Asesina, emergió de las sombras como un espectro de la muerte.

Sus dagas Éter y Nihil dibujaron un arco plateado, desarmando a Kalthok con una precisión quirúrgica. Un giro. Un salto. Un destello de acero.

La daga de Nyxoria se hundió en el cráneo del esqueleto inmortal, derribándolo de nuevo.

Los huesos de Kalthok se dispersaron como piezas de un rompecabezas destrozado.

Pero Nyxoria no perdió el tiempo.

Se giró hacia Elyra, con sus ojos afilados como el filo de su arma.

—Llorarás después.

Sin darle oportunidad de resistirse, la arrastró lejos del campo de batalla, ignorando sus protestas.

—Ahora… sobrevive.

Elyra quería quedarse.

Quería luchar.

Quería vengar a su hermana.

Pero sabía que Nyxoria tenía razón.

Con un último vistazo a Pyralis, permitió que Nyxoria la guiara lejos.

Las cenizas de la batalla siguieron cayendo, como una maldición silenciosa sobre la tierra profanada.

Donde Pyralis había caído, algo inesperado ocurrió.

Entre la nieve y la ceniza, una pequeña flor de fuego brotó.

Era débil. Casi invisible.

Pero persistía.

Como si el espíritu de la sacerdotisa aún luchara por regresar.




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