El amanecer trajo consigo el eco de la guerra.
En la Ciudad Central, los muros ennegrecidos aún humeaban por los ataques nocturnos, y el aire olía a ceniza y sangre seca.
Bajo la luz tenue del alba, Eryndor trabajaba sin descanso. Raíces impregnadas de savia estelar brotaban de sus manos, entrelazándose alrededor de los cuerpos heridos. Cada guerrero salvado era una pequeña victoria… pero no lo suficiente.
Algunos no resistían.
Sus cuerpos sanaban… pero sus almas ya estaban en otro lugar.
Kaelos, con el brazo envuelto en vendas, se mantenía en la periferia de la escena. Observaba en silencio con sus ojos afilados y su mandíbula apretada.
Entonces, Nyxoria apareció entre la multitud, arrastrando a Elyra consigo.
Kaelos la vio.
Estaba cubierta de ceniza, con los labios agrietados y el vacío reflejado en sus ojos, Elyra avanzaba como una sombra de sí misma.
El peso de la batalla aún la envolvía. El hielo en su piel no era por el frío, sino por el dolor.
A unos pasos de distancia, Kaidos se acercó con cautela.
No era un hombre de palabras, pero el silencio pesaba demasiado sobre ellos.
Tomó la daga de hielo que Elyra aún sostenía con manos temblorosas.
La observó por un momento, dejando que el frío se hundiera en su piel.
Y entonces, su voz, rota y cruda, llenó el espacio entre ellos.
—No lloré cuando quemaron mi aldea…
Su tono era áspero, cargado de recuerdos enterrados.
Elevó la mirada hacia Elyra.
—Pero hoy… hoy lloro por ti.
El viento sopló entre ellos, helado y sin respuesta
Mientras tanto, el aire en los Pantanos de Lamentis era una prisión sin paredes, cargado del hedor de plantas podridas y del murmullo constante de criaturas invisibles.
La niebla era espesa, sofocante, un velo de sombras que se arremolinaba como un espectro inquieto.
Cada paso resonaba en el agua estancada, un eco profundo que moría en el silencio opresivo. Era un lugar donde incluso los más valientes temían perderse.
Pero Korvathys y Karkoth no tenían el lujo del miedo.
Frente a ellos, emergiendo de la bruma como sombras vivientes, dos figuras esperaban.
Korvakar, el Señor de las Sombras, envuelto en un manto de oscuridad que devoraba la luz, sostenía dos dagas gemelas, cuyas hojas pulsaban con un fulgor enfermizo.
A su lado flotaba Zarethys, el Devorador de Almas. Su forma era etérea, amorfa, como si su cuerpo estuviera compuesto de humo negro. Sus ojos vacíos irradiaban un poder hipnótico, y en el aire, susurros ininteligibles serpenteaban, tratando de hundirse en la mente de sus enemigos.
—¿Creen que pueden detenernos?
La voz de Zarethys era un eco interminable, una sintonía distorsionada que corroía la voluntad.
—Sus mentes ya están rotas.
Korvathys no respondió.
Su espada, Voracidad, vibraba con anticipación, ansiosa por absorber la esencia de sus enemigos.
A su lado, Karkoth, el Oso Devastador, soltó un rugido que hizo temblar el suelo bajo sus patas colosales.
Sus garras, impregnadas de energía caótica, brillaban con un resplandor ámbar, desgarrando la niebla como si fuera un mero velo de papel.
Zarethys atacó primero.
Con un gesto elegante, el pantano cobró vida.
Árboles gigantes surgieron de la nada, sus ramas retorcidas se extendieron como garras para atrapar a Karkoth.
Criaturas fantasmales emergieron de la bruma con sus ojos ardientes fijándose en el titán de pelaje oscuro. Se lanzaron contra él con garras extendidas y susurros venenosos que trataban de sembrar el pánico en su mente.
Pero Karkoth no era fácil de engañar.
Un rugido ensordecedor destrozó la ilusión como si fuera cristal.
Las sombras se quebraron en mil fragmentos, disipándose en la niebla como cenizas al viento.
Zarethys retrocedió.
Por primera vez, su risa perdió parte de su eco.
Karkoth avanzó con su silueta colosal proyectándose sobre la bruma.
Sus ojos ámbar brillaban con furia primitiva.
—¡Tus pesadillas son risibles!
El suelo crujió bajo su peso.
—¡Yo soy la pesadilla!
La batalla en los Pantanos de Lamentis era un duelo de sombras y furia desatada.
Mientras Karkoth enfrentaba la malicia ilusoria de Zarethys, Korvathys se movía con precisión letal contra Korvakar, el Señor de las Sombras.
Las dagas gemelas de Korvakar cortaban el aire con movimientos imperceptibles, veloces como relámpagos en la penumbra.
Pero Korvathys no era una presa.
Cada golpe que buscaba su carne era esquivado con fluidez, su cuerpo se deslizaba entre las cuchillas como un depredador acechando a su presa.
Y cuando una de las dagas rozaba su piel, su espada, Voracidad, absorbía el impacto, transformando cada ataque en energía oscura que latía con hambre insaciable.
Korvakar apretó los dientes.
Las sombras lo habían servido durante siglos, pero por primera vez se sintió vulnerable en su propio dominio.
Los ojos de Korvathys ardían con resolución inquebrantable.
—Tu corrupción no tiene lugar aquí.
Su voz resonó como un juicio inapelable.
Elevó su espada.
—Serás purgado.
Korvakar rió.
Una carcajada hueca, siniestra.
Pero detrás de la máscara de confianza, su mirada ocultaba preocupación.
Sabía que Korvathys era peligroso.
Lo que no esperaba… era al coloso que rugía en el otro extremo del pantano.
La lucha alcanzó su punto álgido cuando en un movimiento rápido y brutal, el Oso Devastador alcanzó a Zarethys.
La niebla se estremeció.
El aire se desgarró con un rugido tan feroz que los árboles vibraron hasta sus raíces.
Y entonces, el impacto.
Zarethys fue aplastado contra un árbol centenario.
La corteza se resquebrajó bajo la violencia del golpe.
Intentó resistir.
Invocó ilusiones, sombras de sí mismo que se multiplicaban en el aire, intentando confundir a su enemigo.
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Editado: 27.06.2025