El Eco de los Dioses Caídos

CAPITULO XXX: La Batalla Titánica

Las Ruinas de Elyria, otrora un lugar sagrado donde los árboles crecían en espirales de piedra y el aire olía a hierbas quemadas, ahora eran un escenario de profanación y caos. El suelo temblaba bajo el peso de cada paso de los combatientes, y las antiguas estructuras, testigos silenciosos de siglos de historia, comenzaban a desmoronarse bajo la fuerza titánica de sus poderes. El aire, antes cargado de serenidad, ahora vibraba con la energía cruda de la destrucción.

En el corazón de la devastación, Korvathys, el Devorador de Poderes, blandía su espada Voracidad, una hoja que brillaba con un fulgor enfermizo, como si estuviera viva y hambrienta. Cada golpe que asestaba absorbía la energía de lo que tocaba, dejando un rastro de vacío y desolación. Frente a él, Korvaxys, el Señor de la Transformación, mutaba su cuerpo con una fluidez aterradora, adaptándose a cada ataque con una ferocidad que desafiaba lo humano y lo divino.

—¡Eres un error que debe corregirse! —rugió Korvaxys, su voz retumbaba como el estruendo de una montaña derrumbándose. Sus brazos se transformaron en tentáculos de lava incandescente, que se lanzaron hacia Korvathys con una velocidad sobrenatural, cortando el aire como serpientes de fuego.

Korvathys esquivó el primer ataque con una agilidad que desmentía su tamaño, pero los tentáculos eran implacables. Uno de ellos logró envolver su brazo, la lava quemó su carne mientras intentaba absorber su energía. Con un grito de furia que resonó en las ruinas, Korvathys invocó una tormenta de relámpagos que recorrió los tentáculos de metal líquido, forzando a Korvaxys a retroceder con un gruñido de dolor.

—No soy un error… ¡Soy el futuro! —respondió Korvathys, su voz resonó como un trueno que sacudía los cimientos de las ruinas. Con una determinación inquebrantable, cargó hacia su oponente, su espada Voracidad brilló con un hambre insaciable, lista para devorar todo a su paso.

La batalla continuó, cada golpe y cada contraataque desgarraba el aire y la tierra. Las Ruinas de Elyria, otrora un santuario de paz, ahora eran un campo de batalla donde dos fuerzas primordiales chocaban, y el destino de Thalassara pendía de un hilo.

La lucha entre ambos era brutal y caótica, como un torbellino de poder y destrucción que desgarraba el aire y la tierra. Korvathys utilizaba su espada Voracidad para absorber los hechizos de Korvaxys, pero este último no se detenía. Cada vez que uno de sus ataques fallaba, su cuerpo mutaba aún más, adoptando formas cada vez más grotescas y letales, como si la misma esencia de su ser se revelara contra las limitaciones de la carne. Hasta que, de un momento a otro, la noche apareció envolviendo las ruinas en una oscuridad densa y opresiva.

—Así que se encontró un buen rival para divertirse —se dijo Korvaxys a sí mismo mientras una sonrisa retorcida se dibujaba en su rostro mutante—. Entonces supongo que yo también debo unirme a la cacería nocturna.

Con un gesto de sus manos deformadas, Korvaxys lanzó una ráfaga de fuego negro, un fuego que no iluminaba, sino que devoraba la luz y consumía todo a su paso. Korvathys, aunque sorprendido por la aparición repentina de la noche, levantó un muro de energía para protegerse, un escudo brillante que chocó contra el fuego oscuro. Pero incluso su poderosa defensa comenzaba a ceder ante la presión constante, las grietas aparecían en su barrera como si el mismo vacío intentara penetrarla.

—Tu hambre te consume… ¡Y ahora te consumirá a ti! —gritó Korvaxys, su voz retumbaba como un trueno distorsionado. Fusionó entonces sus tentáculos en una masa gigante de lava ardiente, una colosal masa de destrucción que golpeó a Korvathys con la fuerza de un meteorito.

El impacto fue devastador. Korvathys cayó al suelo con un estruendo, su cuerpo estaba destrozado y su espada Voracidad resbalándose de sus manos. Intentó levantarse, sus músculos se tensaron bajo el esfuerzo, pero su energía vital estaba casi agotada. Miró a Korvaxys con ojos llenos de odio, sabiendo que había perdido, que su ambición lo había llevado al borde de la aniquilación.

Con un rugido triunfal, Korvaxys se acercó al cuerpo moribundo de Korvathys. Su forma mutó una vez más, esta vez adoptando una apariencia más humana, aunque sus ojos seguían brillando con un fulgor demoníaco, y su sonrisa revelaba dientes afilados como dagas.

—Un guerrero interesante… Demasiado valioso para desperdiciarlo —murmuró Korvaxys, su voz estaba cargada de una mezcla de admiración y crueldad. Se inclinó sobre Korvathys, extendiendo su mano que brillaba con una energía corruptora—. Tu fuerza no será desperdiciada. Será mía.

Fue entonces cuando Kalthok, el Rey de los Esqueletos, emergió de las sombras, acompañado de su banda de músicos y su ejército de huesos resonantes. Sus huesos brillaban con el fulgor de las almas robadas, y su espada de hueso ancestral goteaba energía oscura, como si el mismo vacío se derramara de su filo. Cada paso que daba resonaba con un eco siniestro, y la música de su banda, una melodía discordante y macabra, llenaba el aire con un ritmo que parecía latir al compás de la destrucción.

—Reanímalo —ordenó Korvaxys, señalando el cuerpo destrozado de Korvathys con un gesto autoritario—. Yo te ayudaré. Será un integrante muy bueno en nuestras líneas.

Kalthok asintió con una calma inquietante y comenzó a trabajar. Con movimientos precisos y rituales antiguos, reanimó el cadáver de Korvathys, infundiendo sus huesos con oscuridad pura y fragmentos de dragón. La transformación fue rápida pero brutal. Los restos de Korvathys comenzaron a retorcerse y crujir, fusionándose con la oscuridad y el poder de Korvaxys, como si la muerte misma estuviera siendo forzada a retroceder.

Cuando el proceso terminó, una figura nueva y aterradora se alzó frente a ellos. Era Khaosys, el Devorador de Almas, una abominación que combinaba la voracidad de Korvathys, la transformación de Korvaxys y la oscuridad de Kalthok. Sus ojos brillaban con un fulgor rojo sangre, como dos brasas encendidas en la noche eterna, y su cuerpo estaba cubierto de huesos negros que parecían absorber la luz misma, dejando un rastro de sombra a su paso.




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