El eco de los pecadores

CAPÍTULO I

El nacimiento del quinto bebé de los duques fue, sin lugar a duda, uno de los más esperados dentro de aquella casa de altos techos y pasillos helados. Durante meses la duquesa de Saavedra caminó por los jardines el palacio familiar con la espalda erguida, pero con la cabeza en alto, su mano izquierda en su vientre como símbolo de orgullo.

Los criados y cualquier persona que miraba a la duquesa murmuraban que después de dos hijas llegaría otro varón, era lógica, y el gran duque no lo ocultaba, deseaba un varón, otro varón fuerte, firme como sus dos hijos: Uziel y Joel, alguien que continuara con el apellido, y con el tiempo, reclamará las tierras con la misma autoridad que un pastor sobre sus ovejas.

La duquesa, en cambió, aunque también deseaba darle más fuerza a su apellido, no evitaba suspirar en privado cada vez a sus hermosas hijas de cabello dorado: Beatriz, y Leonor. Si dios no la llenaba de gloria con un varón, esperaba una hermosa hija digna de admiración y envidia, con un hermoso cabello rubio, mejillas coloradas como manzanas, que desde pequeñas sabían que su único deber era ser lo suficiente astutas para tener un buen matrimonio.

Pero cuando el quinto bebé llegó al mundo, lo hizo en silencio. La duquesa se levantó una mañana y sus prendas estaban mojadas. No hubo dolor, no hubo llanto. Cuando la partera le dio la bienvenida al mundo la sostuvo en brazos un instante y algo en su expresión cambio, era una niña de cabello oscuro, casi negro, grueso, áspero como brea recién extraída. No fue horror ni rechazo, sino algo más sutil y evidente.

Decepción.

La decepción fue el primer sentimiento que la pobre alma conoció. La duquesa no lloró de emoción, su padre no la tomo en brazos. Fue colocada en una cuna que había a un costado, y como si nada hubiera pasado, todos volvieron a sus actividades. Fue acunada, alimentada y vestida con la eficiencia que esperan de unos padres, pero no con el calor de quienes celebraban una llegada.

Creció entre paredes que no combinaban con ella, sus hermanos mayores tenían agendas ocupadas, se dividían entre clases de equitación, esgrima y política que apenas los miraba, y con sus hermanas no era diferente, eran peinadas con esmero, aprendían a bordar y a tocar el piano, eran amadas y elogiadas a los cuatro vientos.

Ella, en cambio, pasaba desapercibida, nadie la golpeaba, nadie alzaba la voz contra ella, fue como si el mundo entero no esperaba nada de ella y decidieran simplemente apartarla.

A los diez años, era apenas una presencia leve, como una sombra que atravesaba los pasillos sin dejar huella, fue entonces, sin previo aviso cuando su destinó cambio. Su familia la había entregado en un acto de caridad o más bien de repudió a su pequeña hija a un convento. Aunque la duquesa le explicó que muchas doncellas de noble linaje tomaban el camino de servicio a dios, ella no lo entendió del todo. Tenía diez años, a esa edad, la palabra “servicio de dios” solo era algo que se usaba en misa, no algo que comprendiera.

Asintió en silencio, sin lágrimas, sin preguntas. Era simplemente la costumbre de acatar en silencio lo que se decidía sobre ella, por que así tal vez la iban a querer como sus hermanos. Sus padres no salieron a despedirla cuando se marchó, solamente fue ofrecida como oblata al convento benedictino de Santa Ignacia del Valle.

Durante los primeros años, no hubo noche en la que no lloro, pero no fue como las demás niñas que fueron entregadas, esta lo hizo en el silencio de su habitación. Entendía que estar triste no iba a hacer que fuera devuelta a lo que ella llamaba entendía como casa. Con el tiempo, aprendió a transformar la tristeza que sentía en resignación, la resignación en costumbre, y al final fue su pertenencia. Aprendió a leer los salmos con una buena entonación, a bordar con precisión, cocinar con sus hermanas de fe y a cuidar a las ancianas del convento.

Era querida por todas, pero nada de eso le causaba satisfacción.

En su cumpleaños dieciocho se levantó más temprano que de costumbre, se vistió con su túnica nueva, y con ese velo blanco que le cubría su larga cabellera oscura, que con el tiempo pareció haberse ido haciendo más fuerte el color. Escuchó unos toques en la puerta, lo que hizo sobresaltarse, así que se alisto y abrió la puerta con cuidado. Delante de ella se encontraba la hermana María, era una de las monjas más ancianas y respetadas después de la abadesa, pero para Ophelia, era como una madre, así que con una gran sonrisa la dejo pasar.

—Feliz cumpleaños número dieciocho, Ophelia — Le dijo la mujer mirándola, a lo que esta le devolvió la sonrisa —. Has llegado al umbral, Ophelia. Has cumplido con tu formación como novicia, y has mostrado constancia en la regla. No has sido rebelde, ni tibia. Has aprendido a vivir en silencio, a trabajar con las manos sin importar que tan duro te sea la tarea. Manteniendo tu mente tan limpia como tu alma.

Esas palabras no venían simplemente como elogió y Ophelia lo supo, entonces su corazón comenzó a latir con fuerza.

—Este convento ha sido tu hogar durante ocho años, y podrá seguir siéndolo, no como novicia, si no como esposa.

Aguantó la respiración por un segundo por la sorpresa, sabía que este momento llegaría tarde o temprano, lo había esperado tanto tiempo, pero no sintió la emoción que debía de sentir, sintió algo más que no sabía expresar con claridad pero se contradecía completamente.

—Si decides tomar los votos perpetuos, tu vida cambiará de manera definitiva. No habrá regreso. Serás esposa de cristo, no en símbolo, si no en verdad. Tu cuerpo y tu alma le pertenecerán por entero. No saldrás de estos muros sin permiso del obispo, de Roma o de su majestad el rey. Mucho menos tendrás posesiones. No tomarás decisiones que no hayan sido meditadas en oración o bajo regla.




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