El eco de los pecadores

CAPÍTULO III

El amanecer apenas estaba llegado y Ophelia no había podido dormir más que unas cuantas horas. El frío todavía envolvía cada rincón de su habitación, volteo a su lateral y su hermana Inés aún se encontraba dormida.

La chica se vistió en las penumbras, sin encender una vela. No quería despertar a nadie, necesitaba tiempo para meditar a solas, el peso de lo que dijo a Baruch le había retumbado más a ella, ¿Cómo es que podía decir eso de la casa que la vio crecer? Lo que dijo no fue más que un acto egoísta que merecía ser castigado. Se llevo las manos a la cara intentando pensar, pero sabía que lo único que podía hacer para apaciguar su alma, era rezar.

Atravesaba el pasillo central con la cabeza cubierta, a hurtadillas, cuando la figura de la abadesa emergió entre las sombras. Estaba de pie junto a una columna, envuelta en su hábito oscuro, con las manos juntas al frente. Su rostro, pálido bajo la luz, se miraba enferma.

—Hermana Ophelia — Dijo esta sin levantar la voz —. ¿Dónde va usted tan temprano?

Ophelia se sobresaltó y se apresuró a inclinarse con respeto.

—Madre… desperté antes del alba. Quería ir a la capilla. Necesitaba orar, antes de salir.

La abadesa observó su rostro con detenimiento. Su mirada no era inquisitiva, pero tampoco blanda.

—Lo noté desde ayer que no se presentó a la cena, por primera vez desde su llegada, su espíritu está agitado.

Ophelia bajó los ojos, intentando encontrar una respuesta segura. No la halló. Estaba perdida entre la verdad y lo que debía de decir. Sonrió tímidamente.

—A veces el alma… necesita más recogimiento — Respondió con suavidad.

La abadesa asintió levemente, como quien reconoce una verdad a medias.

—Entonces no ore sola. Vayamos juntas.

Ambas caminaron en silencio por el corredor frío. Al entrar a la capilla, el olor a incienso aún flotaba en el aire desde la noche anterior. La luz del amanecer comenzaba a romper el velo de oscuridad entre los vitrales. Se arrodillaron frente al altar. La abadesa tardo bastante en ponerse de rodillas, pero Ophelia espero pacientemente.

Durante varios minutos, sólo susurros de plegarias llenaron el espacio. Pero mientras Ophelia murmuraba oraciones automáticas, notó que la abadesa no decía palabra. Estaba en silencio, con los ojos fijos en ella.

Cuando terminaron, la abadesa se incorporó lentamente y habló con tono bajo:

—¿Por qué ora tanto, hija?

Ophelia, sorprendida, tardó en responder.

—Porque deseo fortaleza, madre.

—¿Fortaleza para qué?

—Para cumplir con mi vocación. Para ser digna.

La abadesa caminó unos pasos, con las manos cruzadas a la espalda. Luego volvió a mirarla.

—¿Está segura de su vocación, Ophelia?

Ella abrió la boca, pero no respondió. Sentía que mentir, allí, en ese lugar, sería peor que el pecado mismo. La abadesa no esperaba una respuesta.

—Lo pregunté porque no todas oran por fortaleza. Algunas oran por claridad. Otras, por valentía, incluso algunas oran por perdón. Pero usted ora como quien se aferra a una cuerda — Dijo la mujer, con una voz casi maternal —. Y quien se aferra… es porque teme caer.

Ophelia se sintió expuesta. Quiso rebatir, pero sólo pudo decir:

—No dudo de Dios.

—No he dicho eso — Respondió la abadesa con calma —. Pero tal vez sí dudas de lo que Él te pide.

La joven levantó la mirada. Su garganta ardía.

—Madre, yo… vine aquí porque es mi deber. Porque mi familia…

—Lo sé — Interrumpió la abadesa suavemente —. Fuiste entregada. Como muchas. Pero hay una línea muy delgada entre agradecimiento al lugar que te formo y obligación. Debes de entregarte con amor, hija. Amor absoluto. De lo contrario, tu vida será un sacrificio seco. Una ofrenda vacía.

Ophelia apretó las manos sobre su regazo. El dolor se coló por sus ojos, sin derramarse aún.

—No es tan fácil…

—No, no lo es. Y nadie te lo exige todavía. Pero te observo — Añadió, acercándose con pasos lentos —. Tus silencios. Tu mirada ausente. Tus respuestas medidas. La lucha en tus hombros. El brillo que se enciende cuando no te das cuenta… y se apaga en cuanto recuerdas dónde estás.

Ophelia sintió que se le aflojaban los labios, pero se contuvo. No debía hablar más. No debía decir lo que no podía deshacerse, apretó los puños con gran fuerza.

La abadesa la miró con cierta ternura, pero también con una frialdad práctica, que sabía muy en el fondo que estaba a punto de perder a su fiel sierva.

—Si estás dudando, aún estás a tiempo. Nadie nace sabiendo si será de Dios o no. Ni siquiera yo. Pero si vas a quedarte, Ophelia… que sea con el corazón completo.

—¿Y si decido irme? — Pregunto en un susurro como si decirlo fuera pecado.

—Que sea porque lo deseas.

Esta sintió su cabeza en calma, pero su corazón no, aun así beso la mano de la mujer y salió del templo, en el umbral del portón principal, ya estaba lista Sor María para apoyar a Ophelia con su familia.




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