El eco de los pecadores

CAPÍTULO V

La lluvia con gran fuerza, golpeando todo lo que había su paso como si fuera un tambor. Toda la tierra comenzaba a formarse una masa espesa que impedía al carruaje avanzar más, se movía con dificultad hasta que fue imposible avanzar ahora ella tendría que hacerlo sola, pues sus hermanas de fe no se encontraban para guiarla, esta agradeció brevemente con la cabeza al chófer para adentrarse en la oscuridad.

Corrió, cubriéndose como pudo con el velo empapado que se pegaba a su cuello y rostro. Cada paso era una odisea contra el viento, el agua, y el lodo que hacia su paso pesado. Atravesó el camino, pero el agua comenzaba a caer con mayor intensidad por lo que mejor pudo hacer es buscar un refugio temporal, abrió una de las puertas laterales que daban al ala vieja del convento, en donde el pintor haría su tarea.

Entró sin mirar demasiado. El sonido del agua quedo tras de sí al cerrar la puerta, un frío recorría con intensidad su cuerpo, pues el agua se deslizaba por todo su cuerpo, con un suspiro cansado quitó su velo, arrojándolo al piso, mientras que con sus manos exprimió con fuerza su cabello. Una sensación de peligro parecido a un escalofrió la invadió cuando escucho unos pasos acercarse con fuerza.

—¿Cuántas veces le tengo que decir que no es bienvenida aquí?

El tiempo de respuesta fue nuevo antes de verse directamente a los ojos, el hombre se encontraba detrás de un par de lienzos, tenía la camisa abierta hasta los antebrazos, donde en su pecho desnudo se dejaba ver la mancha de pintura y esa medalla que profanaba su lugar.

El cabello de él estaba hecho un desastre se encontraba lleno de pintura y revuelto, dándole un aspecto cansado acompañado con esas ojeras que le daban el aspecto de no haber dormido en días, pero la ira de él desapareció al instante cuando pudo verla mejor.

Ella estaba delante de él sin velo, con el traje completamente pegado a su cuerpo, pero no era eso lo que le llamaba la atención a él, si no, su cabello, era lacio, húmedo, negro como tinta de calamar, espeso. El cabello de ella se pegaba a su rostro y al cuello como un retrato casi erótico, era hipnotizante la manera en la que este no podía despegar la mirada.

Salió de su escondite y se acercó a ella, iba a decir algo irónico, pero las palabras no salieron, no había manera de que el pudiera decir algo así cuando estaba presenciando algo insólito.

—Señor… — Susurró Ophelia, al ver como se acercaba a ella de una manera extraña.

—Su cabello… Es tan oscuro…

La piel de Ophelia se enchino, recordando como es que en su pasado fue tan despreciado, por lo que dio un paso hacia atrás, pero era inútil, el ya estaba decidido a acercarse a ella, hasta que la espalda de Ophelia toco con la pared dándose cuenta de que ella tenía acorralada.

—Es… negro. No hay matices blancos, ni azules, es negro puro… — Ophelia tragó saliva con fuerza —. Para replicarlo en la pintura, tendría que usar azul, no, negro, no si, azul, pero azul ultramar, con toques morados…

—Señor Baruch, le pido que se detenga.

—Las pinceladas deberán de ser casi secas, para darle una textura húmeda… nunca había visto un color como este…

—Que falta de decencia la de usted…

Eso hizo que las cosas volvieran a la normalidad, pues lo saco de sus pensamientos, el rostro de él se endureció.

—Te acabo de hacer un cumplido y lo tomas por indecencia — Pregunto este molesto —. Siempre esperas que el mundo entero hiciera una excepción contigo. Y se prive de los pensamientos, después de todo no eres más que una monja que camina como princesa, cuando no es más que una sombra que se cree luz.

—No tiene derecho.

—¿Usted sí? ¿Usted si tiene derecho de entrar aquí cuando se lo he prohibido? ¿Invadir cada espacio con su presencia y espera que no haya reacción?

Esta quiso decir algo más pero él estaba en sus pensamientos.

—¿Sabes cuántas veces te he intentado borrar de mis bocetos? ¿Cuántas veces me digo que no eres distinta a las demás? Pero entonces vienes… empapada, temblando, hermosa, y no hay Dios ni pincel que me saque de esta condena. Ninguna mujer antes me había sacado tanto de quicio.

Sus ojos se fijaron en su cabello mojado, donde el negro parecía absorber la tenue luz del lugar. Las mejillas de ella se volvieron rojizas, quiso apartar la vista al sentir la vergüenza, pero no podía, se negaba a dejar de verlo.

—Tu cabello… Es tan hermoso… tan oscuro que es abrumador, nunca había visto algo tan oscuro…

Ella se estremeció.

—Le ordeno que pare.

—¿Me ordenas? — Rio él, sin humor —. ¿Qué te hace creer que puedes darme ordenes, Ophelia?

—Soy Sor Ophelia y le pido que por favor me hablé con respeto y dignidad.

—Ophelia…

Ella se abrazó el cuerpo, como si sus palabras pudieran herirla físicamente, pero la realidad es que comenzaba a sentirse agraviada.

—Soy una sierva de Dios.

—No, eres una niña asustada. Una niña que encontró en el convento una celda donde esconderse del mundo en donde la despreciaron, te aferraste por obligación no por devoción.




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