El carruaje se detuvo después de un par de horas, en todo ese tiempo ella se dedicó a llorar mientras tenía en sus manos el collar de Baruch. La mujer no se movió de inmediato, vio a través del cristal empañado por la humedad la silueta familiar de la casa. Su hogar de infancia estaba enfrente de ella, había soñado con volver muchas veces más de las que podía recordar, sin embargo ahora que estaba entrando al patio, se sentía ajena.
Todo en el jardín estaba perfectamente cuidado. Un temblor recorrió sus dedos, mientras guardaba el collar entre lo más profundo de sus pertenencias, se ajustó el velo, ocultando el cabello que se había salido de su lugar. Ya no estaba en el convento, podía quitárselo pero no quería aunque en ese momento no sabía si se pertenecía a ella misma o a dios, iba a guardar la poca decencia que le quedaba.
El cochero bajó primero, abriendo la puerta del carruaje con una cortesía que apenas notó. El aire húmedo del campo le azoto el rostro de una manera extraña, que en lugar de sentir el aire de la libertad, sintió como que la jaula había cambiado de lugar. Bajo con cuidado, sus botas apenas hicieron ruido al tocar el suelo, de pie en el umbral de la gran puerta de madera tallada, estaba su padre.
No era como lo recordaba, se miraba cansado, viejo, vestía una camisa blanca con un chaleco gris. Había algo en su mirada que ella no supo descifrar. No era calidez, pero tampoco era un extraño. Pero lo que más le asombro, es que su hermano, Uziel. Se había vuelto en un hombre apuesto, no era particularmente cercana a él, pero este fue la única persona que la acompaño de ida al convento.
Ninguno de los dos se movió de inmediato.
—Has vuelto… — Dijo el padre con un todo seco. Ophelia abrió los labios para responder, pero la niebla en su cabeza no se disipaba. El velo la apretaba, y el zumbido en sus ojos se volvió más fuerte, hasta que sintió el piso moverse.
—Mis saludos… — Murmuró, pero apenas pudo decirlo, su cuerpo dejo de responder y cayó, esperando el impacto, pero jamás llego.
—¡LA TENGO! — Grito Uziel, la sostenía con firmeza con sus manos aferradas a su espalda tan fina, la ropa que llevaba la hacía lucir más robusta de lo que era algo que lo asustó —. Está ardiendo… Tiene fiebre.
—¿Qué? — Pregunto el padre acercándose a ver a su hija pero sin llegar a tocarla —. ¿Ha venido sola? ¿Quién la cuido en el trayecto?
Uziel no respondió. Estaba demasiado concentrado en su hermana. La examinó con los ojos, buscando señales más allá de la fiebre, su palidez, el temblor de sus manos, el sudor helado en la frente, sus ojos rojos.
—No podemos dejarla aquí. Hay que llevarla adentro — Dijo, alzándola entre sus brazos.
—Llévala a la habitación de invitados — Ordenó el padre, girando en seco para abrir la gran puerta de roble.
Ophelia no era del todo consciente. Las imágenes a su alrededor se volvían borrosas. Pero sintió el calor de los brazos de su alguien. Sintió como es que era sostenida de una manera que no había sentido en años.
Uziel la subió por la escalera como si el peso no importara. En su rostro había preocupación genuina. No era el hermano que recordaba de su infancia, un chico distante, siempre ocupado en cosas de lo que haría el futuro duque de Saavedra, lejos del mundo de sus hermanas, lejos de ella. Ahora, lucía más humano.
Al llegar al cuarto, la recostó con cuidado en la cama. Ella estaba jadeando.
—¿Qué te hicieron? — Le susurró —. ¿Fue el convento? ¿Te lastimaron?
En un estado involuntario, Ophelia asintió mientras sollozaba. Uziel sintió que la sangre le hervía, mientras el padre observaba desde la puerta, con el ceño fruncido.
—Papá, te habla mamá — Dijo Leonor con una voz cálida, y el hombre aprovecho eso para irse sin culpa.
Leonor se acercó a ver qué era lo que su padre miraba.
—Dios mío… ¿Así venía?
—Así llegó — Respondió Uziel, que ya estaba de pie junto a la cama.
—Está agotada, enferma… — Murmuró Leonor, acercándose.
—¡Está destruida, Leonor! — Gruñó él, con un tono que rara vez usaba con su hermana menor —. El convento tiene muchas explicaciones que darme.
—Uziel, basta. ¡Estás exaltado! No creo que el convento le haya hecho algo, más bien es ella.
—¿Cómo te atreves a decir eso? Mírala, esta delgada hasta los huesos, mis hijas son mucho más pesadas que ella y tú quieres que no le heche la culpa al convento — Se volvió hacia ella, los ojos encendidos —. Ella, ella no decidió nada.
Leonor retrocedió un paso, sorprendida por la furia contenida en su voz.
—No entiendo por qué estas tan enojado, Uziel. No fue tu culpa.
—Yo fui quien la escolto al convento cuando tenía diez años — Continuó él, más bajo ahora, pero con la misma intensidad —. Fui yo quien escuchó cómo no dijo una palabra en todo el camino. Y soy yo quien ahora la ve medio muerta, atrapada en algo que claramente la destruye. Si esa tela va a matarla, se la arrancaré.
Leonor frunció el ceño, recuperando algo de su carácter. Mientras miraba como su hermano estaba a punto de quitarle lo único que la anclaba a su vida.
—No podemos hacerlo sin su consentimiento. No es correcto.
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Editado: 23.09.2025