El eco de los pecadores

CAPÍTULO IX

Ophelia descendió lentamente vestía una bata de lino crema, apenas un poco más ornamentada que su hábito, con su cabello perfectamente atado y oculto en una pañoleta tras el baño que la doncella le había preparado. A cada paso, sentía cómo el mundo conocido y silencioso del convento se desdibujaba más bajo sus pies. Se preguntaba ¿Cómo hubiera sido crecer aquí con sus familia?

Cuando entró al comedor, el bullicio de voces, risas suaves y el entrechocar de copas la envolvieron con una calidez casi abrumadora. Sus ojos se abrieron un poco al ver la mesa, larguísima, generosa, cubierta con manteles bordados y cargada de platos.

Cestas con panes de granos, humeantes y dorados. Platos de carnes asadas, bañadas en salsas espesas de vino y romero. Frutas frescas servidas en bandejas de plata, quesos suaves, uvas, nueces, miel, tortas, y el aroma dulzón del pastel de almendras que tanto solía gustarle de niña.

Era demasiado. Demasiado color. Demasiado olor. Demasiada abundancia.

Acostumbrada al silencio del refectorio, al pan duro y a los caldos claros, Ophelia se detuvo en seco. Su estómago se tensó con un nudo que no era hambre. Era el desconcierto de ver tanta comida, que pensó que todo era gula. Era un banquete que fácil podía alimentar a treinta personas, aquí era una comida para siete.

Su madre se levantó casi de inmediato, radiante y emocionada, acercándose con los brazos abiertos.

—¡Oh, hija mía! — Exclamó, alzando las manos para tomarle el rostro con ternura —. Qué alegría verte con color en las mejillas. Hemos preparado esto para ti, ¿Lo ves? Todo. Para darte la bienvenida como se debe.

Ophelia sonrió, pero fue un gesto leve, tembloroso.

—Es… mucho, madre — Musitó, apenas rozando el borde de la mesa con sus dedos.

—Lo es — Dijo suavemente su madre, con una risa nerviosa —. Pero no sabíamos cuantos días estuviste enferma y si en el convento te limitaban la comida, por lo que te preparamos un gran banquete. Además es la misma de siempre.

La cara de ella se tensó, porque ella no estuvo allí siempre. Leonor, sentada cerca del centro de la mesa, levantó apenas su copa. Su mirada pasó de la comida a Ophelia, con una pequeña sonrisa que se quedó en la comisura de sus labios.

—¿Te abruma? — Preguntó, sin burla evidente, pero con ese tono entre sutil y travieso que la caracterizaba —. Puede que tus hábitos alimenticios hayan cambiado… Supongo que allá la comida es más… recatada.

—Suficiente, Leonor — Intervino Uziel desde el otro extremo, sin levantar la voz, pero con un dejo autoritario —. Ella apenas está recuperándose. Es normal que no tenga apetito.

Leonor se encogió de hombros, aun sonriendo, pero no dijo más.

Uziel se levantó, caminó hasta Ophelia y le ofreció su brazo. Ella lo tomó con cierto temblor y él la condujo con cuidado hasta una silla al borde de la mesa. La ayudó a sentarse y luego colocó una servilleta sobre sus piernas, algo que solo hacia con sus hijas, ahora lo hacía con ella.

—No te sientas presionada — Dijo —. Come lo que puedas, lo que te haga sentir bien. El resto es solo… entusiasmo de madre. La comida no se pierde, te lo aseguro.

—Gracias, Uziel. También gracias, Madre — Murmuró Ophelia, aliviada por la calma de su hermano.

Frente a ella, una criada dejó un cuenco con caldo claro, sencillo, junto a una pequeña ración de pan tibio. La mesa continuaba su bullicio con risas suaves y conversaciones cruzadas, pero su plato parecía ajeno a toda esa abundancia. Como ella misma.

Fue entonces cuando su padre, carraspeó ligeramente, y alzó su copa con gesto solemne, como si llamara la atención de los suyos.

—Hoy prohibí un libro en la biblioteca del ala oeste — Anunció con tono grave, mientras dejaba la copa a un lado —. Un tratado hereje, de un tal Charles Darwin. Un inglés con aires de iluminado que habla de que descendemos de bestias… como si la mano de Dios no hubiese intervenido en la creación.

Ophelia ladeó un poco la cabeza.

—¿Y el título?

El padre entrecerró los ojos, como si le avergonzara repetirlo ante ella, olvidando por un momento que no era una monja, sino, la más joven de sus hijas.

El origen de las especies — Murmuró con pesar —. Un texto hereje. Una negación directa de todo lo que el Génesis nos ha enseñado, pero he de mencionar que no es algo propio hablar delante de ti, Ophelia.

—¿Y lo ha leído completo?

La pregunta no fue un desafío. Era una mezcla de curiosidad, que invitaba al hombre al dialogo, algo que no se estaba acostumbrado con normalidad.

—Lo suficiente. Sé reconocer el veneno cuando lo veo, no necesito beberlo entero para saber que mata.

Ophelia entrelazó los dedos con más fuerza.

—Y sin embargo… ¿No es también veneno cerrar los ojos a lo que incomoda?

Constantino la miró con atención, como si midiera el filo de cada palabra que ella le devolvía. No con desdén, sino con una mezcla de sorpresa y expectativa. Esta no era la hija que había enviado al convento.

—Hablas como tu abuelo — Dijo él al fin, con tono más bajo —. Cuestionaba todo, incluso lo que no debía.




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