La mansión Montague estaba sumida en un silencio extraño aquella noche. Sofía recorría el pasillo con pasos lentos, sus dedos rozando las paredes adornadas con arte que ya no le causaban ningún impacto. Todo lo que solía parecer majestuoso ahora era vacío. Podía escuchar el eco de los momentos felices que había compartido allí, pero esos recuerdos eran tan frágiles como hojas secas que el viento había arrastrado lejos.
Felipe aún no había regresado, y ella sabía que probablemente no lo haría hasta que las sombras de la madrugada cubrieran Monte Aurelio. Desde hacía meses, su ausencia se había vuelto una rutina insoportable, un recordatorio constante de cómo su amor se había desvanecido. Sofía bajó las escaleras en busca de un vaso de agua, solo para encontrarse con la imponente figura de Magnus Montague de pie en el salón.
Magnus no era un hombre que simplemente llenara una habitación, él la dominaba. Con su imponente altura de 1.90 metros y su complexión musculosa, vestía un traje gris oscuro perfectamente ajustado, cada línea del tejido acentuando su físico atlético y su elegancia innata. Su mandíbula cuadrada y perfectamente cincelada le daba un aire de autoridad que nadie osaría cuestionar, mientras sus ojos grises, como acero líquido, proyectaban una intensidad imposible de ignorar. Ese par de ojos la miraron directamente en cuanto Sofía apareció al pie de las escaleras, atrapándola en un instante que parecía extenderse más allá del tiempo.
Sofía, en contraste, parecía la encarnación de la delicadeza. Con su baja estatura de apenas 1.60 metros y su cuerpo menudo, parecía casi diminuta frente a Magnus. Su piel clara, tan suave como el marfil, brillaba tenuemente bajo la luz tenue del salón. Sus grandes ojos oscuros, que a menudo transmitían una vulnerabilidad desconcertante, ahora parpadearon con sorpresa al encontrarse con los de Magnus. Era como una muñeca de porcelana —frágil por fuera, pero con una fuerza interna que no siempre se revelaba—. Sin embargo, junto a él, su presencia se sentía pequeña, como si Magnus la envolviera por completo con su sombra.
Magnus dejó los documentos que sostenía en una mesa cercana, sin apartar su mirada de ella. La forma deliberada en que se movía parecía calculada para no romper el silencio que los rodeaba.
—Sofía —dijo, su voz grave, como una melodía baja que resonaba en la habitación—. ¿Por qué no viniste a la cena?
Sofía tragó saliva, sintiendo cómo la fuerza de su mirada la hacía querer apartar la vista.
—Tenía un resfriado —respondió rápidamente, su voz apenas audible.
Magnus no se movió, pero Sofía sintió que él estaba evaluándola, leyendo cada palabra como si fuera una confesión. Finalmente, él hizo un leve asentimiento, como si no quisiera discutir más.
—No puedo decir que me sorprenda —comentó con tono bajo—. Últimamente, parece que evitas todo lo relacionado con nuestra familia. Aunque, considerando la forma en que algunos miembros han actuado, no puedo culparte del todo.
Las palabras de Magnus eran ambiguas, pero tenían un filo escondido que Sofía no podía ignorar. Ella se quedó en silencio, sin saber cómo responder. Magnus dio un paso hacia atrás, recogiendo nuevamente los documentos, pero antes de irse, la miró una última vez.
—No dejes que otros decidan cómo vivirás tus días, Sofía —dijo, y su voz resonó como un eco que no desaparecería. Luego salió de la habitación, dejándola sola, con el peso de esas palabras y el impacto de su mirada.
Sofía permaneció inmóvil por unos instantes, sintiendo cómo su corazón latía más rápido. La figura de Magnus desapareció por el pasillo, pero su presencia aún se sentía en cada rincón de la mansión. Por primera vez, Sofía se preguntó si realmente entendía quién era Magnus Montague, y por qué siempre parecía ver más allá de lo que ella dejaba mostrar.
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Editado: 28.05.2025