Los días siguientes transcurrieron lentamente para Sofía, cada uno marcado por la misma rutina monótona que la envolvía en un ciclo de soledad y reflexiones. Pero desde aquella noche en que se había encontrado con Magnus en el salón, algo había cambiado dentro de ella. Sus palabras —"No dejes que otros decidan cómo vivirás tus días"— resonaban una y otra vez en su mente, como si fueran un eco que no podía ignorar.
Sin embargo, su cuerpo le recordaba constantemente que el tiempo no estaba de su lado. El diagnóstico que había recibido en el hospital era claro: una enfermedad terminal, implacable, que avanzaba con rapidez. Cada día, Sofía sentía cómo su energía se desvanecía un poco más. Las náuseas, el cansancio extremo y el dolor constante eran sus compañeros silenciosos, pero no se lo decía a nadie. Ni siquiera a Felipe, quien apenas notaba su presencia.
Mientras permanecía en la biblioteca de la mansión, un espacio que rara vez utilizaba, encontró un álbum de fotos cubierto de polvo en uno de los estantes altos. Bajó el álbum con cuidado y lo abrió, revelando imágenes de la familia Montague de años atrás. Había una foto del padre de Felipe, Edgar Montague, con Magnus y un joven Felipe. Edgar sonreía con orgullo, mientras Magnus, con apenas 24 años, mostraba una expresión seria, como si ya cargara el peso del mundo sobre sus hombros.
La mirada de Sofía se detuvo en Magnus. Aunque la imagen pertenecía al pasado, él parecía exactamente igual, su postura firme y su rostro imponente captaban toda la atención. Era un hombre moldeado por la tragedia, un pilar de fortaleza en una familia llena de ambiciones rotas y secretos. De repente, comprendió por qué Magnus había asumido el control del Grupo Montague. No solo porque la tragedia lo había colocado allí, sino porque nadie más tenía la voluntad o la visión para sostener un legado tan inmenso.
El sonido del motor de un coche la sacó de sus pensamientos. Sofía dejó el álbum sobre la mesa y se dirigió hacia la ventana. Era Magnus. Bajó de un lujoso sedán negro con la misma elegancia que lo caracterizaba. Vestía otro de sus impecables trajes a medida, esta vez en un azul marino oscuro, que resaltaba aún más la intensidad de sus ojos grises. Caminaba con pasos decididos, sin prisa pero con una autoridad que parecía que la tierra misma debía adaptarse a él.
Magnus no solía visitar la mansión Montague durante el día. Siempre estaba en la sede central del Grupo Montague, supervisando operaciones o cerrando negociaciones que fortalecían aún más el poder de la familia. Su presencia ahora era inesperada, y Sofía no pudo evitar sentir cómo su corazón se aceleraba. Había algo en él que siempre la desarmaba, como si al estar cerca de Magnus, las paredes que había construido para protegerse fueran inútiles.
La puerta del salón se abrió, y Magnus entró como si el espacio le perteneciera, lo cual, en cierto modo, era cierto. Al verla allí, de pie junto a la ventana, se detuvo y la miró.
—Sofía —dijo con esa voz grave que parecía vibrar en el aire entre ellos—. Pensé que estarías descansando.
Ella intentó parecer tranquila, aunque la intensidad de su mirada hacía que cada palabra fuera un esfuerzo.
—No tengo mucho que hacer últimamente —respondió, cruzando los brazos en un gesto casi defensivo.
Magnus ladeó ligeramente la cabeza, como si estuviera estudiándola.
—No hacer nada nunca ha sido tu naturaleza —comentó. Su tono no era acusatorio, pero sus palabras llevaban un peso que no podía ignorarse.
Sofía sintió que su garganta se apretaba. Había algo en Magnus, en su capacidad para ver más allá de lo superficial, que la hacía sentirse desnuda frente a él. Era como si todos sus pensamientos y emociones estuvieran expuestos bajo la intensidad de sus ojos grises.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó finalmente, queriendo cambiar el foco de la conversación.
—Negocios —respondió Magnus con una leve inclinación de cabeza, su expresión impenetrable—. Pero ya que estoy aquí, quería ver cómo te encuentras. No parece que Felipe sea… atento contigo últimamente.
Sus palabras, aunque calmadas, llevaban una verdad que perforaba. Sofía desvió la mirada, sintiendo un nudo en el pecho que no quería dejar salir. Magnus se acercó un paso, cerrando la distancia entre ellos, aunque no lo suficiente como para invadir su espacio personal.
—No tienes que decirme nada —continuó él, su voz más suave esta vez—. Pero recuerda lo que te dije, Sofía: no dejes que otros decidan por ti. Ni siquiera Felipe.
Antes de que ella pudiera responder, Magnus se alejó. Su presencia, sin embargo, permaneció en la habitación mucho después de que él se hubiera ido. Sofía se quedó inmóvil, sintiendo cómo sus palabras volvieron a abrir algo dentro de ella, algo que había enterrado durante años. Tal vez, pensó, Magnus tenía razón. Tal vez era hora de recuperar el control de su vida.
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Editado: 28.05.2025