El eco de mi pasado

Capítulo 6: La Traición al Desnudo

A la mañana siguiente, el comedor era un sepulcro de silencio, roto únicamente por el tic tac insistente del reloj de pared, cada segundo, un latido frío en la estancia.

Sofía permanecía petrificada en su silla, la mirada fija en la taza de café que había servido hacía una eternidad, ahora una superficie helada e intocada. Felipe había irrumpido minutos antes, la prisa tatuada en cada movimiento, arrojando su teléfono sobre la mesa como un descarte mientras sus ojos devoraban unos papeles. Su mundo se reducía a esas hojas, la presencia de Sofía un mero mueble en el paisaje.

Cuando la figura de Felipe desapareció tras la puerta de su despacho en busca de algún documento extraviado, los ojos de Sofía gravitaron hacia el objeto olvidado. Una punzada de duda la asaltó. Nunca había cruzado la línea de la privacidad ajena, pero una fuerza indómita, un torbellino de intuición y desesperación acumulada, la impulsó a extender la mano. Sus dedos temblaban levemente al desbloquear la pantalla, y la visión que la recibió la dejó sin aire, el corazón detenido en el pecho.

Un mensaje reciente brillaba en la pantalla, un torrente de palabras dulces y promesas susurradas. Pero fue el nombre y la foto del remitente lo que la fulminó, lo que la hizo sentir como si el suelo se abriera bajo sus pies: Rebeca. Su única amiga, el confidente de sus secretos más íntimos, el hombro en el que había llorado innumerables veces. El color abandonó el rostro de Sofía, dejando una máscara de cera, y un escalofrío gélido recorrió cada fibra de su ser. Las palabras danzaban ante sus ojos, crueles y definitivas: "No puedo esperar a verte esta noche. Felipe, eres todo lo que siempre he querido."

Con un movimiento lento y pesado, Sofía depositó el teléfono sobre la mesa, sus manos aún temblando como hojas en otoño mientras su mente luchaba por asimilar la magnitud de la revelación. Rebeca, la mujer que había jurado lealtad eterna, la que había escuchado sus lamentos sobre la frialdad de Felipe y la fragilidad de su matrimonio, era la artífice de su dolor. La traición la apuñalaba por dos frentes, un golpe doble que la dejaba sin aliento, el dolor indescriptible como un veneno corriendo por sus venas. Se levantó con lentitud espectral, sintiendo cómo la debilidad inherente a su enfermedad se multiplicaba con cada latido de su corazón herido.

Cuando Felipe regresó al comedor, tomó su teléfono sin siquiera levantar la vista, sin percibir la palidez mortal que cubría el rostro de Sofía, la tormenta silenciosa que se desataba en su interior.

—Me voy —anunció con una indiferencia cortante, sus dedos ya deslizando la pantalla para leer otro mensaje, ajeno al cataclismo que acababa de desatar—. No me esperes despierta.

Sofía no respondió. Las palabras se habían atascado en su garganta, un nudo de dolor y amargura que ninguna voz podría liberar. Felipe se desvaneció por la puerta, dejando a Sofía sumida en la soledad opresiva de la mansión, aplastada bajo el peso insoportable de la traición y el dolor punzante. Se dejó caer nuevamente en la silla, el aire entrando y saliendo de sus pulmones en espasmos irregulares, cada inhalación un esfuerzo titánico. Su cuerpo clamaba por descanso, al borde del colapso, mientras su mente libraba una batalla desesperada por mantener la cordura. Pero en ese instante de oscuridad absoluta, algo fundamental cambió dentro de ella. La mujer que había sido invisible, la que había permitido que las decisiones ajenas moldearan su existencia, se desvaneció. En su lugar, nacía una determinación silenciosa, una chispa de rebeldía en medio del naufragio. Sofía supo, con una certeza helada, que no podía seguir siendo la sombra que todos ignoraban. Su destino, por fin, sería suyo.




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