El eco de mi pasado

Capítulo 7: El Peso del Final

Sofía despertó sintiendo un vacío extraño dentro de su pecho, como si algo esencial se hubiera perdido para siempre. Su cuerpo estaba débil, más débil que nunca. Cada respiración le costaba más trabajo, y sus movimientos eran lentos, torpes. La noche anterior había sido insoportable; los pensamientos sobre Felipe y Rebeca habían llenado cada rincón de su mente, mientras la enfermedad avanzaba implacable, robándole las fuerzas.

Al intentar levantarse, sus piernas cedieron, obligándola a sentarse nuevamente en la cama. Sabía que algo estaba mal, más allá de lo que había sentido los días anteriores. Su cuerpo estaba al límite, pero no había nadie a quien llamar. Con un último esfuerzo, salió de la habitación y caminó hacia el comedor, cada paso un desafío. Allí se dejó caer en una silla, con su rostro pálido y sus ojos apagados.

Fue Rosa, el ama de llaves, quien la encontró en ese estado. Al entrar al comedor, vio a Sofía con la cabeza apoyada en la mesa, su respiración irregular y su piel tan fría como el mármol.

—¡Señora Sofía! —gritó, corriendo hacia ella—. ¿Qué le pasa? ¿Se encuentra bien?

Sofía intentó responder, pero las palabras se atoraron en su garganta. Su visión comenzó a nublarse, y en ese instante, Rosa supo que no podía esperar. Con manos temblorosas, sacó su teléfono y llamó a emergencias, detallando lo sucedido con la urgencia que el momento requería. Mientras esperaba la ambulancia, Rosa marcó el número de Felipe, pensando que él debía saber lo que estaba ocurriendo.

Antes de que Felipe contestara, Rosa activó el altavoz, tanto por nerviosismo como por el deseo de que Sofía escuchara que estaba haciendo algo por ayudarla. La llamada se conectó, y la voz frustrada de Felipe llenó la habitación.

—¿Qué pasa, Rosa? Estoy ocupado.

Rosa, con las palabras atrapadas en su garganta, intentó explicarse:

—Señor Felipe, la señora Sofía está muy mal. Apenas respira. Llamé a emergencias, pero quería que supiera que la llevan al hospital. Es grave, señor.

Un breve silencio reinó antes de que Felipe respondiera con una crueldad que resonó como un golpe:

—¿Otra vez con sus dramas? Sofía siempre sabe cómo llamar la atención en los peores momentos. Esto no puede ser tan serio como dices, Rosa. Solo está exagerando para que deje lo que estoy haciendo.

Lo que hizo que el aire se volviera aún más pesado fue el sonido de una risa suave en el fondo. Sofía, aunque débil, reconoció esa risa al instante: Rebeca, su supuesta amiga. Era una risa burlona, un eco que retumbaba en su mente como una confirmación de todo lo que había descubierto. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras su corazón, ya debilitado físicamente, parecía romperse aún más.

Rosa, con las manos temblorosas, terminó la llamada sin intentar insistir más. Su mirada se dirigió a Sofía, quien ahora tenía las lágrimas rodando por su rostro. La empleada tomó su mano, tratando de transmitir algo de consuelo, pero sabía que no había palabras que pudieran aliviar lo que Sofía acababa de escuchar.

Cuando la ambulancia llegó, Sofía fue trasladada al hospital. Mientras los médicos trabajaban para estabilizarla, Rosa marcó otro número en su teléfono: el de Magnus Montague. Sabía que, entre todos, él sería quien realmente escucharía y actuaría.

Magnus contestó al tercer tono, y su voz, generalmente controlada, reflejó un toque de preocupación al escuchar las palabras de Rosa.

—Señor Magnus, es la señora Sofía… está muy mal. Apenas respira. La ambulancia la acaba de llevar al hospital, y pensé que debía saberlo.

Un silencio cargado se instaló al otro lado de la línea. Rosa pensó que la llamada se había cortado, pero entonces Magnus respondió, su voz firme pero con una urgencia inusual.

—Dime en qué hospital la ingresaron. Estoy en camino.

Al llegar al hospital, Magnus entró con pasos decididos, pero su rostro mostraba una emoción que rara vez dejaba ver: angustia. Vestía su traje oscuro, tan impecable como siempre, pero en ese momento, su elegancia no podía ocultar la tensión en su mandíbula ni el brillo de sus ojos grises, que reflejaban algo más que simple preocupación. Fue directo hacia el médico que estaba a cargo de Sofía, exigiendo un informe sobre su estado.

—Está muy débil —explicó el médico—. Su cuerpo ya no responde como debería. Hemos hecho lo posible por estabilizarla, pero… no tenemos muchas esperanzas. Le queda muy poco tiempo.

Magnus sintió cómo esas palabras lo golpeaban como un puñal. Sin decir nada, caminó hacia la sala donde Sofía descansaba. La encontró conectada a varias máquinas, su respiración débil y su piel aún más pálida de lo habitual. Por primera vez en años, Magnus, el hombre imponente que siempre tenía todo bajo control, sintió cómo algo dentro de él se rompía.

Se acercó a la cama con cuidado, como temiendo perturbar su descanso. Lentamente, tomó su mano fría entre las suyas, sorprendiéndose de lo pequeña y frágil que se sentía. Por un momento, permaneció en silencio, dejando que la oleada de emociones lo envolviera. Después, inclinó su cabeza y besó el dorso de su mano, sus labios temblando mientras las lágrimas que había contenido finalmente escapaban.

—Sofía —murmuró, su voz quebrándose—. Fui un imbécil… un completo imbécil por no luchar por ti. Por no hacerte saber lo importante que siempre fuiste para mí.




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