La habitación del hospital yacía en un silencio sepulcral, donde el eco del último pitido de las máquinas aún parecía resonar en el aire. Ese sonido, que había marcado la agonía final de Sofía, ahora era un recuerdo punzante. Magnus permanecía inmóvil junto a la cama, la espalda tensa como si soportara un peso invisible, la carga de un dolor que le atenazaba la garganta. Sus ojos grises, habitualmente fríos y distantes, estaban ahora velados por un carmesí apagado, testimonio silencioso de las lágrimas que se había permitido derramar en la soledad de su pena.
El tiempo se había detenido en ese instante mientras su mirada se posaba en el rostro sereno de Sofía, una calma que contrastaba cruelmente con el sufrimiento que había presenciado en sus últimos momentos. La había amado en secreto, desde las sombras, un espectador impotente mientras su luz se extinguía lentamente. Ahora, ella se había ido, llevándose consigo las palabras que Magnus nunca se había atrevido a pronunciar, los sentimientos que había guardado celosamente en lo más profundo de su ser.
La puerta se abrió con un golpe seco, destrozando la fragilidad del momento. Felipe irrumpió en la habitación, el rostro demudado por la angustia.
Había recibido una llamada del hospital por ser el esposo de Sofía, con la noticia de que su vida se desvanecía, se habia dado cuenta que Sofia no estaba fingiendo para llamar su atención, dejó a Rebeca y subió al auto acelerando lo más que pudo. Pero había llegado demasiado tarde, justo cuando el último aliento se había escapado.
—Sofía… —susurró Felipe, la voz quebrándosele al acercarse torpemente a la cama. Al ver su cuerpo inerte, las lágrimas brotaron sin control, su llanto ahogado llenando el espacio con una intensidad que laceraba los oídos de Magnus.—¡No, no puede ser! —exclamó Felipe, extendiendo las manos con un gesto desesperado por aferrarse a lo que ya no estaba.
Pero antes de que sus dedos pudieran rozarla, Magnus se interpuso. Su figura alta y sombría se erigió como un muro, su mirada, fría y cortante como el acero recién forjado, detuvo a Felipe en seco.
—Basta —dijo Magnus, la voz apenas un susurro, pero cargado de una autoridad ineludible—. No tienes ningún derecho.
Felipe lo miró con una incredulidad palpable, como si las palabras de Magnus fueran un idioma extranjero.
—¿Qué estás diciendo? ¡Era mi esposa! —gritó, y acto seguido, sus rodillas cedieron, desplomándose en el suelo mientras un torrente de lágrimas silenciosas le recorrían el rostro. Su cuerpo temblaba con sollozos contenidos.
—¿Tu esposa? —replicó Magnus con una frialdad glacial—. ¿Dónde estabas cuando sus ojos buscaban consuelo? ¿Dónde estabas cuando su mundo se derrumbaba a su alrededor? Tus manos, manchadas de infidelidad, no van a profanar la pureza de Sofía ahora. Te atreves a llorar ahora, cuando tu presencia ya no puede ofrecerle alivio alguno.
Las palabras de Magnus impactaron como un golpe físico, pero su postura permaneció inquebrantable.
Felipe permaneció de rodillas, su rostro un crisol de furia y una punzante vergüenza. No encontró réplica.
En lo más profundo de su ser, sabía que las acusaciones de Magnus eran un espejo cruel de su propia negligencia.
Magnus no añadió nada más. Volvió su mirada hacia Sofía, deslizando los dedos suavemente por su cabello, un último adiós silencioso antes de apartarse. Había pasado incontables horas a su lado, velando su lento declive, y ahora debía dejarla ir, aunque el vacío que dejaba fuera insoportable. Al salir de la habitación, dejó a Felipe solo con el peso de su culpa y su dolor, una condena silenciosa que lo perseguiría mucho después de que la noche se consumiera.
El Renacimiento
El despertar fue una experiencia sensorial confusa y sorprendente. Sofía abrió los ojos lentamente, sintiendo el tacto familiar de las sábanas de algodón egipcio contra su piel, pero el aroma que impregnaba el aire no era el de su lujosa habitación en la mansión familiar, sino el de detergente industrial y café barato, característico de las residencias estudiantiles. El sonido que la rodeaba no era el murmullo relajante de su fuente en el jardín, sino el distante rumor del campus, con sus risas, gritos y el incesante golpeteo de los teclados.
Parpadeó varias veces, confundida, hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz del sol que se filtraba a través de unas cortinas sencillas, estampadas con motivos florales pasados de moda. La habitación que la rodeaba no era el elegante dormitorio de hospital con sus máquinas y su frialdad, ni la oscura y opulenta mansión Montague con sus secretos y su dolor. Era su antiguo dormitorio de estudiante, un espacio pequeño y funcional, con libros desordenados en el escritorio, fotos de sus amigos de la universidad pegadas en la pared, y su mochila de diseñador tirada descuidadamente en una esquina.
Se sentó en la cama de un salto, sintiendo una energía renovada que contrastaba con la debilidad que la había consumido en sus últimos momentos. Su cuerpo ya no estaba pesado ni cansado; el dolor, la fatiga y la enfermedad habían desaparecido por completo, como si nunca hubieran existido. Sofía miró sus manos, que ahora parecían llenas de vida, moviendo los dedos con asombro y admirando la piel suave y tersa que había recuperado. Todo era diferente, pero a la vez extrañamente familiar.
Su mirada se detuvo en un calendario sobre la pared, junto a un póster de su banda favorita. Era el año en que terminaba la universidad, justo antes de que su vida se entrelazara con la de Felipe Montague. Todo estaba intacto, cada objeto, cada detalle, como si el tiempo se hubiera deslizado hacia atrás, borrando los años de felicidad y sufrimiento que habían seguido. Un escalofrío recorrió su cuerpo, no por miedo, sino por el peso de la revelación que lentamente se asentaba en su mente: Había vuelto al pasado.
#1480 en Novela romántica
#281 en Fantasía
amornocorrespondido, matrimonio fallido, renacer volveralpasado
Editado: 28.05.2025