—Mis hombres ya se encuentran reuniendo a los habitantes del pueblo aunque, como saben, no tenemos demasiado personal.
—Eso no es suficiente; quiero a mi hija de vuelta conmigo —exigió Hayley mientras se arrancaba los pelos y dejaba sus lágrimas caer.
—No voy a mentirles diciéndoles que sé por lo que están pasando, porque lo único que ha ocurrido en esta aldea en los últimos veinte años fue alguna que otra denuncia por robo de ganado.
—¿Pero vas a encontrarla cierto? —preguntó Connor con las ojeras por el suelo; abriendo sus manos como pidiendo un favor o solicitándole clemencia a la vida empecinada con zamarrearlos.
—Saben el cariño que les tengo; pero primero debo hacerles algunas preguntas.
—¿Acaso somos sospechosos?
—Nuestra hija está allá afuera en compañía de una malnacida y usted pierde el tiempo conversando con nosotros; esto es el colmo.
—Ustedes son dos muy buenos amigos míos, pero deben entender que debo dejar los sentimientos de lado y proceder según los protocolos policiales; es mi trabajo.
—Tu trabajo es encontrar a mi hija.
—¿Dónde estuvieron anoche? —preguntó sin anestesia, sin perder tiempo.
—En el teatro Victoria, en la ciudad; fuimos a ver una ópera.
—¿Pueden probarlo?
—Tengo los tickets —se apuró—, y en la tarjeta de crédito constará la compra.
—¿Alguien puede asegurar que estuvieron allí? —insistió—. Entenderán que cualquiera puede comprar tickets, como una coartada, y luego no asistir.
—El teatro tiene cámaras, puede corroborarlo.
—Lo haremos, pediremos esas grabaciones —respondió mientras anotaba en una hoja cuadriculada—. ¿A qué hora regresaron a su casa?
—No lo sé, calculo que cerca de las 24hs.
—23.30 —refutó Hayley de inmediato.
—¿Fueron del teatro directo a su casa?
—No, fuimos a cenar a un restaurante italiano. Hice la reservación desde la oficina esta misma mañana.
—Y díganme, ¿cuándo notaron la ausencia de su hija?
—Enseguida —respondió con la voz entrecortada, entre sollozos—, subí a su habitación para darle el beso de las buenas noches y no estaba.
—En la sala hay una ventana rota, como si la hubieran apedreado —reiteró Connor con un insoportable nudo en la garganta.
—¿Con quién estaba su pequeña?
—Con la niñera; siempre se queda con ella cuando tenemos algún compromiso o decidimos tomar la noche para nosotros.
—¿Cuál es su nombre?
—Peggy Gordon.
—Jamás oí de ella, ¿acaso viene de la ciudad?
—Tiene un pequeño rancho a las afueras del pueblo.
—Esto es lo que haremos —carraspeó el comisario—; ordenaré a uno de mis hombres que se quede de guardia en su domicilio para que nadie borre las pruebas que pudieran existir, y nosotros iremos a la casa de esa muchacha.
—¿Muchacha? —sonrió Connor—, tiene más de cincuenta años.
—¡Podemos irnos ya! —gritó Hayley a punto de perder la paciencia y la cordura.
Con las sirenas del patrullero encendidas, se desplazaron hacia el domicilio de la niñera con la esperanza, todavía intacta, de encontrarla en el lugar y tuviera una buena excusa para haberles proporcionado el susto de sus vidas. Sin embargo, con la carretera todavía complicada, no pudieron avanzar todo lo rápido que hubieran querido y los segundos comenzaban a hacer mella en los nervios destrozados de una madre que no dejaba de autoflagelarse y de un padre que, de a poco, le caía la ficha de la ausencia del único tesoro que en verdad tenía validez en una vida cargada de lujo y opulencia.
Al llegar, Hayley se bajó del auto y se dirigió rumbo a aquella deshilachada construcción precaria que no pasaría el más mínimo control arquitectónico, hasta terminar estampando sus puños contra las frágiles maderas cansadas de soportar todo tipo de embates. La puerta cedió con facilidad. Detrás de la mujer, el comisario ingresó empuñando su arma reglamentaria para descubrir que la casa estaba vacía, sin mobiliario, sin vestimenta, sin nada que hiciese pensar que hubo vida en los últimos meses.
—¿Están seguros de que este es el lugar? —preguntó frunciendo el ceño—. Parece más un refugio para los aventureros que un nido en el que echar raíces.
—No pudo haberse ido tan rápido —farfulló Connor con las manos en sus rodillas, buscando con recurrentes bocanadas el aire que comenzaba a escasear en sus pulmones.
—¿Cómo se contactan con ella?
—La llamamos a su celular, pero la tormenta destruyó las comunicaciones; ¿recuerda?
—¿Cómo consiguieron su contacto? Referencias, recomendaciones…
—La encontré una tarde pegando un panfleto en la tienda de los Montnolery —contestó Hayley sin poder detener las lágrimas que brotaban de sus ojos—. Conversamos un rato largo y me convenció de sus muchas cualidades. Me comuniqué con sus antiguos empleadores y me dieron las mejores referencias; ya no recuerdo sus números.