“Han pasado diecisiete años desde el último Despertar.
Las torres duermen, las marcas se apagan, y el alma del mundo guarda silencio.
Pero los ecos… los ecos siempre regresan.”
—Fragmento hallado en los Archivos Sellados de Trison, año 412 del Triflujo.
El mercado de la aldea estaba más ruidoso que de costumbre. Los gritos de los vendedores se mezclaban con el murmullo de la gente y el golpeteo de las botas sobre el suelo húmedo. Entre los puestos, dos niños corrían con las manos llenas de manzanas. Sus risas cortaban el bullicio como si nada más importara.
—¡Aldric, más rápido! —gritó la niña de cabello castaño oscuro y ojos color ámbar, saltando con un solo zapato—. ¡Nos van a atrapar si te sigues riendo!
El niño, más bajo que ella, trataba de mantener las manzanas en equilibrio entre los brazos.
—¿Qué le pasó a tu zapato? —jadeó, sin dejar de correr.
—Se perdió en batalla —respondió Nera con una sonrisa de medio lado—. Fue un sacrificio digno.
El vendedor del puesto los observó desde su banca. Los vio pasar entre los sacos y desaparecer por el callejón sin siquiera intentar detenerlos. Solo negó con la cabeza y murmuró algo para sí mismo. No era la primera vez que veía a esos dos, ni que le robaban, pero a esas alturas ya no tenía corazón para perseguirlos.
Cuando los gritos del mercado se apagaron detrás de ellos, los hermanos se internaron por un camino de tierra que conducía a las afueras. El sendero los llevó hasta una cabaña humilde, de tablas viejas y un techo incompleto por donde entraban la luz y el frío. Aldric decía que lo bueno de vivir allí era que podían ver las estrellas mientras dormían.
Nera abrió la puerta sin cuidado, soltando las manzanas sobre la mesa.
—Ya estamos en casa —dijo en voz baja, sacudiendo el polvo de su ropa.
Dentro, la habitación estaba en penumbra. El aire olía a humedad y a hierbas secas. En la cama, una mujer permanecía inmóvil, con la mirada perdida en el techo. Su respiración era lenta; sus manos, delgadas como ramas.
Lili Ross no hablaba desde hacía meses. Los médicos de otras aldeas la llamaban la enfermedad del alma: un mal que no mataba el cuerpo, pero lo dejaba vacío, atrapado en un silencio eterno. A veces parecía escuchar, otras solo miraba un punto invisible, como si su mente vagara por otro lugar.
Nera se acercó y le tomó la mano.
—Mamá, mira... —susurró—. Manzanas frescas. Y Aldric consiguió cañas de luz, por si vuelve a fallar la lámpara.
Lili no respondió. Solo un leve parpadeo, casi imperceptible, indicó que había oído algo.
Aldric se acercó también, sonriendo con ese entusiasmo infantil que no entendía de límites.
—Cuando despierte mi talento, mamá, voy a ir a la Academia Trison —dijo, inclinándose sobre ella para acomodarle el cabello—. Allí deben saber cómo curarte. Lo prometo.
Nera lo miró con el ceño fruncido.
—No digas tonterías, Aldric. Nadie de este pueblo ha sido elegido en años. Ni siquiera sabemos si todavía mandan reclutadores.
—¡Por eso! —insistió él—. Si despierto un talento, vendrán. Y entonces podré llevarte a ti y a mamá a un lugar mejor.
—No quiero ir a Trison —murmuró Nera, bajando la mirada—. Quiero quedarme aquí. Alguien tiene que cuidar de ella.
Aldric la observó en silencio. A veces olvidaba que, aunque era solo un año mayor, Nera parecía mucho más grande. Tenía esa mirada que cargaba el peso de cosas que los niños no deberían comprender.
—No podemos quedarnos aquí para siempre —dijo al fin, con una sonrisa suave—. Papá decía que las estrellas guían a quienes no tienen mapa. —Se dio vuelta y miró por la ventana rota—. Y pienso seguirlas.
Nera suspiró. No respondió, pero su mano siguió aferrada a la de su madre.
Una ráfaga de viento entró por las grietas del techo, haciendo parpadear las cañas de luz. Nera las cubrió con la mano y, por un momento, la habitación pareció sumergirse en una calma extraña.
—¿Escuchas eso? —preguntó Aldric.
—¿El viento? —respondió ella, sin mucho interés.
—No... algo más —dijo él, mirando hacia la ventana—. Como si alguien llamara desde muy lejos.
Nera lo observó, frunciendo el ceño.
—Solo estás cansado. Anda, duerme. Mañana tienes que ayudarme con el agua del pozo, y buscaremos algo de leña. Se acercan vientos fríos.
Aldric asintió, aunque siguió mirando la oscuridad más allá del cristal. El viento arrastraba hojas y polvo, pero entre el murmullo del bosque, algo parecía responder: un sonido profundo, breve, casi imperceptible.
A lo lejos, sobre las colinas cubiertas por la niebla, una silueta se alzaba contra el cielo: una torre solitaria, vieja y desgastada, que había permanecido dormida durante años.
Esa noche, una luz se encendió en su cima.
Y aunque ninguno de los dos lo sabía todavía, aquella señal marcaría el inicio de todo.