El bosque estaba envuelto en una oscuridad pesada, opresiva. Las ramas de los árboles parecían garfios alargados que arañaban el cielo nocturno, y cada paso de Alexander resonaba como un trueno en su mente. No podía apartar la imagen de Deva de su cabeza: su rostro pálido, sus ojos cargados de una tristeza que parecía más antigua que la tierra misma, y las palabras que lo habían dejado helado.
"No soy quien crees que soy."
Alexander había sentido un dolor punzante en su pecho cuando las dijo, un dolor que aún no se disipaba. ¿Cómo podía aceptar esas palabras cuando todo en él clamaba que ella estaba equivocada? La conexión entre ellos era real, tangible, algo que lo había marcado desde el momento en que la vio. Y ahora, verla escapar de él era como perder una parte de sí mismo.
Su lobo estaba inquieto, gruñendo bajo la superficie de su piel.
—Nos está alejando. No deberíamos permitirlo.
—No voy a permitirlo —respondió Alexander en un susurro, apretando los puños.
De vuelta en el campamento, Alexander no pudo quedarse quieto. La cabaña principal estaba iluminada, y las voces de los ancianos llenaban el aire. No tenía paciencia para rituales ni para la prudencia que los líderes de la manada siempre predicaban. Necesitaba respuestas.
Empujó las puertas de la cabaña con fuerza, llamando la atención de todos en el interior. Anjana, sentada junto al fuego, levantó la mirada, sus ojos brillando con algo que parecía entre pena y advertencia.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, pero Alexander ya se adelantaba.
—Sé que Deva oculta algo —dijo con firmeza, su voz vibrando con la intensidad de su lobo. Su mirada recorrió a los ancianos—. Y ustedes lo saben también.
Los ancianos intercambiaron miradas, pero no respondieron. Fue Anjana quien rompió el silencio.
—Algunos secretos no son tuyos para cargar, Alexander
—¡Es mi mate! —gruñó él, golpeando la mesa frente a ellos—. Si algo la está lastimando, también me afecta a mí. Merezco saberlo.
Ardan, el más anciano, suspiró y asintió lentamente.
—Lo que Deva lleva en su sangre no es algo que tú o cualquier otro pueda cambiar.
—¡Déjenme decidir eso! —Alexander se inclinó hacia ellos, sus ojos brillando con una intensidad feroz.
Keiran, siempre más pragmático, habló con calma, como si intentara razonar con un animal herido.
—Deva está maldita, Alexander. No por elección, sino por legado. Lo que carga dentro de ella... el Lazo del Exilio... es una sombra que consume todo lo que toca. Si decides permanecer a su lado, esa oscuridad podría atraparte también.
Las palabras golpearon a Alexander como una ráfaga de aire helado.
—¿Y qué? ¿Se supone que la deje enfrentar eso sola?
Anjana se levantó lentamente, acercándose a él con una expresión grave.
—Deva no intenta protegerse a sí misma, Alexander. Está tratando de protegerte a ti.
—No necesita protegerme —dijo él, con un temblor en la voz—. Puedo manejarlo.
—Eso es lo que todos piensan hasta que la oscuridad los consume —respondió Anjana con frialdad—. Ya hemos perdido a otros en el pasado. Alexander no quiere que seas el siguiente.
Cuando Alexander salió de la cabaña, su cabeza era un torbellino de pensamientos. La historia del Lazo del Exilio giraba en su mente como una espiral oscura. Había oído rumores sobre maldiciones antiguas, pero nunca había pensado que algo así pudiera afectar a Deva, su Deva.
—No tiene que hacerlo sola. Podemos luchar contra esto juntos —dijo en voz alta, más para convencerse a sí mismo que para otra cosa.
Su lobo gruñó en acuerdo.
—Búscala. Hazle ver que no estamos tan rotos como cree.
Alexander no necesitó más motivación. Siguió su rastro, cada paso llenándolo de determinación. Pero a medida que se adentraba en el bosque, el aire cambiaba. Una energía espesa, casi tangible, lo envolvía. Era como si el bosque mismo quisiera apartarlo.
Finalmente, llegó al claro. Y allí estaba ella.
Deva estaba arrodillada en el centro, rodeada por un círculo de símbolos oscuros que brillaban con una luz antinatural. Frente a ella, una figura encapuchada se alzaba como una sombra viviente, con las manos levantadas y murmurando palabras en un idioma que Alexander no entendía.
Su lobo rugió con furia.
—¡Ataca!
—¡Deva! —gritó Alexander, su voz cortando el aire como un trueno.
Ella giró la cabeza rápidamente, y por un instante, el dolor en sus ojos fue suficiente para detenerlo.
—¡Vete! No puedes estar aquí, Alexander.
—¿Qué estás haciendo? —gruñó, avanzando hacia ella. Su mirada pasó al Encantador—. ¿Qué le estás haciendo?
El Encantador soltó una carcajada, su voz resonando como un eco cavernoso.
—Solo lo que me pidió. Ella sabe el precio.
—No permitiré que la toques —dijo Alexander, su voz baja y cargada de amenaza.
Deva se levantó de golpe, interponiéndose entre él y el Encantador.
—¡No entiendes! Si no hago esto, el vínculo nos destruirá a ambos.
—¿Y crees que esto es mejor? ¿Qué entregarte a las sombras solucionará algo? —gritó Alexander, el dolor y la rabia desgarrando su voz.
—Es la única forma —susurró Deva, pero sus palabras eran débiles, como si ni siquiera ella creyera en ellas.
—No lo es —dijo Alexander, acercándose a ella—. Estoy aquí. Estoy contigo. No importa cuán oscuro sea el camino, lo recorreremos juntos.
El Encantador levantó una mano, y la energía a su alrededor comenzó a intensificarse.
—Ya es tarde para discusiones. El ritual debe completarse.
Alexander no dudó. Se lanzó hacia el círculo, ignorando el zumbido de la energía que intentaba rechazarlo. Agarró a Deva por los brazos, obligándola a mirarlo directamente.
—No dejaré que hagas esto. Si quieres salvarme, déjame luchar contigo.
Por un momento, Deva pareció vacilar. Su lobo, que hasta entonces había estado silente, habló con voz suave.
—Confía en él.