El Eco Del Rechazo

Capítulo 8: Cicatrices Invisibles

Cuando decidieron salir del refugio se apresuraron hasta donde se había producido la batalla donde estaba su alfa. El campo de batalla estaba cubierto de silencio, roto solo por los gemidos de los heridos y los pasos apresurados de los sobrevivientes que trataban de ayudar a sus compañeros. El aire estaba cargado de un olor acre, mezcla de sangre y tierra húmeda. Alexander apenas podía mantenerse de pie, cada movimiento un recordatorio punzante de las heridas que había acumulado durante la noche. Pero no importaba. Su prioridad seguía siendo Deva.

La encontró cerca del refugio, arrodillada junto a un lobo caído que apenas respiraba. Sus manos estaban manchadas de sangre, y su rostro, aunque sucio, reflejaba una resolución fría que no había visto en ella antes.

Damián apareció entonces, su figura imponente, cargada de autoridad, incluso en medio de la devastación.
—Lleven a los heridos al hospital de la manada. Rápido.

Alexander asintió y, con un último vistazo a Deva, se dirigió a ayudar con los heridos. Pero mientras trabajaba, no podía quitarle los ojos de encima. Había algo en la forma en que se movía, en cómo sus ojos se desviaban hacia el hospital con una mezcla de miedo y algo más, algo más profundo.

El hospital de la manada era un edificio sencillo, pero sólido, construido para soportar los estragos de las batallas y las emergencias que parecían inevitables en su mundo. Las luces cálidas de su interior eran un contraste absoluto con la oscuridad que reinaba afuera, pero para Deva, esas luces parecían más amenazantes que reconfortantes.

Alexander la notó tensa mientras cruzaban la puerta, su cuerpo rígido como si cada paso fuera una lucha. Al principio pensó que era el cansancio, pero cuando vio cómo sus ojos evitaban los pasillos y cómo apretaba los puños, supo que había algo más.

—Deva, ¿estás bien? —preguntó, deteniéndose junto a ella, mientras el resto de los lobos heridos eran llevados a las salas de tratamiento.

—Estoy bien —respondió rápidamente, demasiado rápido.

—No lo estás.

Ella lo miró, su expresión una mezcla de desafío y vulnerabilidad.
—Esto no importa ahora, Alexander. Hay heridos que necesitan ayuda.

—Y tú también —insistió él, tomando su brazo con suavidad pero firmeza.

Por un momento, pensó que ella se apartaría, pero en lugar de eso, dejó escapar un suspiro tembloroso.

—No puedo estar aquí... No después de lo que pasó.

Alexander la llevó a una sala vacía, lejos del caos del hospital. La obligó a sentarse en una silla, su mirada firme, pero llena de preocupación.
—Dime qué está pasando.

Deva bajó la mirada, sus manos apretándose en su regazo. Durante largos segundos, el silencio fue absoluto. Finalmente, habló, su voz, apenas un susurro.
—Cuando era niña, pasé mucho tiempo en este hospital. Mi madre trabajaba aquí. Era una sanadora, una de las mejores.

Alexander frunció el ceño.
—Eso no suena como algo malo.

Deva dejó escapar una risa amarga.
—No lo sería... si no fuera por cómo terminó.

Ella se levantó y comenzó a caminar por la sala, sus pasos inquietos.
—Cuando tenía siete años, hubo un brote en la manada. Una enfermedad desconocida que empezó a cobrarse vidas rápidamente. Mi madre era una de las pocas que estaba dispuesta a quedarse y tratar de encontrar una cura. Trabajó sin descanso, día y noche, probando tratamientos, buscando respuestas.

Alexander escuchaba en silencio, sintiendo cómo el peso de sus palabras comenzaba a asentarse en el aire.

—Yo estaba aquí con ella, en esta misma sala muchas veces —continuó Deva, su voz quebrándose ligeramente—. Pero no había forma de protegernos del contagio. Y cuando mi madre finalmente creyó que había encontrado una cura, ya era demasiado tarde para ella.

Se detuvo, mirando hacia una esquina de la sala, como si pudiera ver algo que él no podía.
—Recuerdo el momento en que se derrumbó. Recuerdo su olor, su voz rogándome que no me acercara. Pero yo... yo solo era una niña. Corrí hacia ella, la abracé. No entendía lo que estaba pasando.

Deva cerró los ojos, y una lágrima cayó por su mejilla.
—Ella murió aquí, Alexander. En este hospital. Y yo no pude hacer nada.

Alexander sintió un nudo en la garganta mientras las piezas encajaban.
—Por eso te cuesta estar aquí.

—No solo eso —dijo ella, girándose hacia él—. La manada la culpó. Dijeron que había traído el brote al hospital al aceptar a un lobo renegado enfermo como paciente. Fue tratada como una traidora, incluso después de su muerte.

El dolor en sus ojos era desgarrador, y Alexander sintió un impulso abrumador de hacer algo, cualquier cosa, para aliviarlo.

Deva continuó, su voz un poco más suave pero aún llena de tristeza.
—Cuando ella murió, pensé que me quedarían sola para siempre. La manada me miraba como si fuera una extensión de su error. Pero no todos me dieron la espalda.

Alexander frunció el ceño.
—¿Quién no lo hizo?

—Sienna —respondió Deva, y por primera vez, su expresión se suavizó con algo que parecía gratitud.
—Ella era la mejor amiga de mi madre, otra sanadora. Cuando todos los demás se apartaron de mí, cuando intentaron desterrarme de los lugares comunes de la manada, ella se quedó.

Deva tomó aire, como si aún le costara hablar de ello.
—La odiaron por eso, Alexander. Algunos la acusaron de ser igual de traidora por haber defendido a mi madre y, después, haberme acogido. Pero nunca dejó que eso la detuviera. Me cuidó como si fuera su propia hija. Me alimentó, me enseñó, me protegió.

Alexander sintió una punzada de admiración.
—Eso debe haber sido difícil para ella.

Deva asintió lentamente.
—Lo fue. La manada la castigó de muchas formas. No le confiaban pacientes importantes, limitaban sus recursos, murmuraban cosas horribles. Pero nunca la escuché quejarse, ni una vez. Siempre decía que lo hacía porque mi madre lo habría hecho por ella, y porque yo era su legado más importante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.