La tensión en la manada de Raegan no era solo palpable; se podía sentir en cada mirada furtiva, en cada susurro apagado. Los lobos del consejo miraban a Alexander y Deva como si fueran detonadores de una bomba a punto de estallar. Pero más allá de la desconfianza habitual hacia los forasteros, algo en la atmósfera parecía enrarecido, como si el bosque mismo estuviera conspirando.
Raegan convocó a Alexander esa noche a un pequeño consejo privado. Los ancianos, los Beta y el Alfa se sentaron alrededor de una mesa de madera toscamente tallada. Deva no fue invitada, lo que aumentó el recelo de Alexander, pero sabía que forzar su presencia no ayudaría.
—Alexander, —comenzó Raegan, su tono más solemne que en su encuentro inicial—. Mi manada no está acostumbrada a extraños, mucho menos a peligros que no podemos nombrar. Necesitamos respuestas.
Alexander inclinó la cabeza ligeramente, el gesto respetuoso pero lleno de firmeza.
—Comprendo sus dudas, Alfa Raegan, pero no estoy aquí por gusto ni por ventaja. Estamos huyendo de algo que amenaza no solo mi manada, sino también la suya.
—¿Y qué es exactamente? —interrumpió uno de los ancianos, su mirada penetrante.
Alexander guardó silencio por un momento. Podía sentir el peso de la verdad en su lengua, el temor de ser rechazado si revelaba demasiado.
—Es una oscuridad antigua, algo que corrompe todo lo que toca. Perseguía a Deva antes de que yo la encontrara, y desde entonces, ha hecho de nuestras vidas un infierno. No puedo explicar su origen porque no lo entiendo del todo, pero lo que sí sé es que no se detendrá hasta que consiga lo que quiere.
Las palabras resonaron en la sala, pero no parecieron calmar las sospechas.
—¿Y cómo podemos estar seguros de que esa oscuridad no ha traído su corrupción aquí? —preguntó Raegan.
Alexander se puso de pie, su postura rígida como un faro de convicción.
—Puedo marcharme ahora mismo si eso significa mantener a su manada a salvo. Pero no dejaré a Deva sola, ni dejaré que esas sombras la tomen. Si mi presencia aquí es un riesgo, lo asumiré yo mismo.
El consejo se sumió en un silencio tenso. Finalmente, Raegan levantó una mano.
—Habrá una reunión mayor al amanecer. Hasta entonces, manténganse apartados.
Lejos de allí, Damián se encontraba solo en su despacho, las luces de las velas proyectando sombras que parecían moverse con vida propia. La presión de las desapariciones y la amenaza del Encantador lo asfixiaban, pero lo que más lo atormentaba eran los recuerdos del pasado.
Recordó con vívida claridad el día en que selló su destino. No había sido una decisión impulsiva, sino un acto de desesperación y ambición.
Damián era un lobo joven entonces, ansioso por reclamar el poder que creía que le correspondía. Su manada estaba bajo el mando del padre de Alexander, un Alfa fuerte pero que, según Damián, gobernaba con demasiado sentimentalismo. La guerra había llegado a las puertas de su territorio, y los enemigos no mostraban piedad.
Fue en una noche como aquella, llena de incertidumbre y miedo, cuando apareció el Encantador. Surgió del bosque con una promesa seductora.
—¿Quieres ganar esta guerra? —preguntó, su tono suave pero cargado de malevolencia.
Damián no dudó. Sabía que su manada estaba al borde del colapso y que, si no tomaba medidas extremas, todo se perdería.
—Haré lo que sea necesario.
El Encantador sonrió, una sonrisa que aún perseguía a Damián en sus pesadillas.
—Tu ambición será tu salvación… y tu condena.
El trato fue sellado esa noche. Con el poder otorgado por el Encantador, Damián lideró a la manada hacia la victoria. Sus enemigos fueron aplastados, y la manada lo proclamó Alfa. Pero el precio fue alto. El Encantador exigió que el antiguo Alfa, el padre de Alexander, fuera desterrado y que toda memoria de su linaje fuera borrada de la manada.
—Esto es necesario para tu reinado —había dicho el Encantador—. Un Alfa no puede permitir que existan dudas sobre su autoridad.
Con un pesado corazón, Damián aceptó. El hechizo fue lanzado, y la manada olvidó al antiguo Alfa y a su hijo, Alexander, como futuro alfa, solo se quedó como guerrero y criado para tal cosa. Solo Damián y el Encantador guardaban el secreto.
El Encantador apareció esa noche, su figura envuelta en sombras como siempre.
—Damián —susurró, su voz como un cuchillo—. Estoy perdiendo la paciencia.
—No puedo darte lo que pides —respondió Damián, su voz quebrándose.
El Encantador sonrió, pero no era una sonrisa amable.
—Entonces quizás deba recordarte lo que está en juego.
Con un movimiento de su mano, una sombra se deslizó hasta la ventana, dejando una marca oscura que parecía absorber la luz.
—La oscuridad no espera, Damián. Y tampoco lo hará el Señor de la Ruina.
Damián sintió que el aire se volvía pesado. Sabía que el tiempo se estaba agotando.
Una vez que el Encantador se fue, Damián subió a su dormitorio donde estaba, mientras Aurora dormía, Damián habló con su lobo interior.
—No puedo seguir así —murmuró—. Estoy perdiendo el control.
Su lobo respondió con un gruñido bajo.
—Entonces pelea. Haz lo que sea necesario para recuperar el control.
—No es tan fácil —replicó Damián—. El Encantador tiene la ventaja, y si revelo el trato…
—El trato fue tu error. Ahora enfréntalo o caeremos.
Damián apretó los dientes. Sabía que su lobo tenía razón, pero el miedo seguía paralizándolo.
Mientras tanto, en la manada de Raegan, Deva exploraba el campamento bajo la atenta mirada de varios lobos que la observaban desde la distancia. Aunque no hablaban abiertamente, sus miradas eran suficientes para hacerle saber que no era bienvenida.
Cuando regresó a la cabaña, encontró a Alexander examinando la flor negra que había recogido en el bosque.
—Esto no es natural —dijo él, su voz cargada de preocupación—. Parece una especie de marca, como si algo hubiera reclamado ese lugar.