Alexander estaba parado bajo la luz tenue del amanecer, su cuerpo tenso y su mente llena de preguntas sin respuesta. Frente a él, un hombre alto y robusto avanzaba con paso firme. Su rostro estaba curtido por los años, pero había una nobleza en sus ojos marrones profundos que reflejaban una mezcla de emoción contenida y determinación.
—Mi nombre es Kaelan Durnham —dijo el hombre, su voz grave resonando como un eco en el bosque.
Alexander lo miró con el ceño fruncido, su respiración agitada por una sensación que no podía entender. Kaelan extendió una mano hacia él, esperando pacientemente. Sin saber por qué, Alexander se la estrechó.
En el momento en que sus manos se tocaron, una luz blanca envolvió a ambos. La niebla que había estado flotando alrededor del grupo comenzó a disiparse, dejando el aire claro y fresco. Pero Alexander no veía nada de esto; su mente estaba siendo inundada por un torrente de imágenes.
Recuerdos.
Vio a un hombre fuerte, con una sonrisa cálida, levantándolo en el aire mientras reía. Vio una cabaña rodeada de árboles y escuchó una voz familiar contándole historias junto a un fuego crepitante. Vio a una mujer con ojos azul cielo cantándole una nana mientras lo acunaba en sus brazos.
Luego, los recuerdos se oscurecieron. La cabaña estaba en llamas, y Kaelan lo sostenía mientras un grupo de lobos corría hacia ellos. Vio a Damian, joven y ambicioso, con una sonrisa cruel mientras hacía un trato con una figura encapuchada. Las imágenes se sucedían con rapidez: el dolor, la traición, el exilio, y finalmente, el olvido.
Cuando Alexander volvió en sí, sus rodillas se doblaron, y cayó al suelo, las lágrimas corriendo por su rostro.
—¿Qué… qué es todo esto? —murmuró, su voz rota.
Kaelan se arrodilló frente a él, sus ojos llenos de culpa y tristeza.
—Son tus recuerdos, hijo. Los recuerdos que Damian te robó… los que le robó a toda la manada.
Alexander levantó la cabeza, sus ojos dorados brillando con rabia y dolor.
—Él… él lo destruyó todo. ¡Él rompió nuestra familia!
El gruñido bajo de su lobo, Kael, resonó en su mente.
"No dejaremos que esto quede impune. Él pagará por lo que nos hizo."
La rabia de Alexander comenzó a consumirlo, y en un movimiento brusco se levantó, sus manos temblando de ira.
—Voy a por él. ¡Damian pagará por todo esto!
Kaelan le puso una mano firme en el hombro, deteniéndolo.
—Alexander, escucha. Hay cosas que necesitas saber antes de enfrentarte a él.
—¿Qué más podría importarme? —gruñó Alexander, su voz un eco del lobo dentro de él.
Kaelan lo miró con seriedad.
—Todo. Damian no actuó solo. Hizo un trato con el Encantador, un trato que le dio el poder para derrocarme. Pero ese poder tenía un precio. La manada entera fue puesta bajo un hechizo, y tus recuerdos, los de tu madre y los míos, fueron borrados. Todo para que él pudiera proclamarse alfa.
Kaelan respiró hondo antes de continuar.
—No fue hasta que tu madre y yo nos alejamos lo suficiente de los límites del territorio que empezamos a recordar. Es como si el hechizo que el Encantador usó tuviera un alcance limitado. Cuando estuvimos lejos, las barreras en nuestras mentes comenzaron a romperse. Al principio eran pequeños destellos, pero con el tiempo todo volvió: nuestra familia, nuestra manada, y la traición de Damian.
El silencio que siguió fue pesado, roto solo por el susurro del viento entre los árboles. Raegan y los miembros de su grupo, que habían permanecido en la periferia de la conversación, observaban en completo asombro.
Raegan dio un paso al frente, su expresión sombría.
—Eso explica mucho… —dijo en voz baja—. Por eso no me pidió nada a cambio de mi ayuda. Ya no tenía derecho a reclamar nada.
Alexander cerró los puños, sus uñas convirtiéndose en garras mientras luchaba por controlar el torbellino de emociones que lo consumía.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó de repente, su voz temblorosa.
Kaelan esbozó una pequeña sonrisa, una mezcla de alivio y tristeza.
—Está aquí, dentro de la cabaña. Ha estado esperando este momento por mucho tiempo.
Antes de que Alexander pudiera responder, la puerta de la cabaña se abrió, y una mujer esbelta salió al exterior. Su cabello negro caía en cascada sobre sus hombros, y sus ojos azul cielo estaban llenos de lágrimas.
Cuando sus miradas se encontraron, la mujer llevó una mano temblorosa a su boca.
—Alexander… —susurró, su voz quebrada.
Alexander se quedó inmóvil por un instante, pero luego avanzó, sus pasos tambaleantes. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la mujer lo abrazó con fuerza, sus lágrimas mojando el hombro de su hijo.
—Te he extrañado tanto… —dijo entre sollozos.
Alexander cerró los ojos, permitiendo que las lágrimas corrieran libremente mientras la abrazaba con la misma fuerza.
Después de un largo momento, Alexander se separó ligeramente y la miró a los ojos.
—Madre, hay algo que debo contarte.
Con voz temblorosa, le explicó todo lo que había ocurrido: Deva, las sombras, el experimento con Mara, y el hechizo que había mantenido a la manada bajo el control del Encantador. Su madre escuchó en silencio, sus ojos llenos de dolor y preocupación.
Kaelan, mientras tanto, observaba a su hijo con orgullo, pero también con una sombra de tristeza. Sabía que el camino que Alexander estaba a punto de recorrer sería peligroso.
—La manada no sabe nada de esto todavía —dijo finalmente Alexander, su voz firme—. Siguen bajo el hechizo.
Lo que ellos no saben es que la manada está despertando. Un ruido atronador sacudió el aire. Todos levantaron la cabeza hacia el cielo, donde la luz del día comenzaba a oscurecerse. Una densa nube negra se extendía como una ola, cubriendo el horizonte. Las sombras habían llegado.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, figuras oscuras emergieron del bosque, sus formas incorpóreas retorciéndose como humo. Los gruñidos de los lobos resonaron mientras Kaelan y Raegan se transformaban casi al unísono.