El Eco Del Rechazo

Capítulo 25: El Camino de los Guardianes

El bosque parecía interminable, cada árbol una sombra que susurraba promesas de oscuridad. La niebla era espesa y traicionera, ocultando raíces y trampas bajo sus capas. Las sombras atacaban constantemente, surgiendo de la nada con dientes y garras afiladas. A pesar de su agotamiento, el grupo no se detenía.

Kaelan lideraba el camino, sus movimientos decididos pero cautelosos. Lyanna mantenía una guardia constante, su mirada vigilante mientras Raegan cubría la retaguardia. Alexander, transformado en Kael, llevaba el cuerpo inerte de Deva sobre su lomo. El peso físico era nada comparado con el peso emocional que lo aplastaba.

—¿Cuánto más? —gruñó Raegan después de repeler otro ataque de sombras.

—Estamos cerca —respondió Kaelan, aunque su voz traicionaba su incertidumbre.

El agotamiento era palpable, pero nadie se atrevía a mencionar la posibilidad de descansar. Sabían que las sombras aprovecharían cualquier momento de debilidad. Alexander seguía adelante, con la determinación grabada en cada paso. El cuerpo de Deva, aunque frío, era un recordatorio constante de lo que estaba en juego.

Cuando la silueta de una estructura masiva y antigua apareció en la distancia, un rayo de esperanza atravesó el agotamiento del grupo. Sin embargo, las sombras, como si percibieran el refugio que se alzaba ante ellos, desataron su ataque más feroz. Surgieron en oleadas incesantes, cada vez más rápidas y violentas, llenando el aire con chillidos desgarradores y el hedor de la corrupción.

Kaelan rugió, su voz un trueno que resonó por todo el bosque, antes de transformarse en su imponente lobo plateado. Su pelaje brillaba tenuemente con la luz de la luna, como si fuera un faro en medio de la oscuridad. Se lanzó sin dudarlo contra las criaturas, sus garras desgarrando la niebla que parecía darles forma.

—¡No dejéis que se acerquen a Alexander! —bramó, entre gruñidos y golpes.

Lyanna, con su figura estilizada pero fuerte, giraba con la precisión de una bailarina letal. Cada movimiento suyo era un arco de muerte para las sombras que osaban acercarse. Sus dagas relucían, rasgando la negrura mientras sus ojos vigilaban a Alexander y el cuerpo inerte de Deva.

Raegan, sudando y jadeando, levantó un tronco caído y lo blandió como un arma improvisada, golpeando con toda su fuerza para mantener despejada la retaguardia.

—¡Sigue corriendo, Alexander! —rugió, su voz cargada de esfuerzo mientras destrozaba una criatura que intentaba abalanzarse sobre ellos desde un costado.

Alexander, en su forma de Kael, mantenía su carga preciosa sobre el lomo, pero las sombras eran persistentes. Una de ellas, más audaz que el resto, saltó hacia él con garras extendidas. Kael giró sobre sus patas traseras, lanzando un mordisco brutal que la desintegró en un estallido oscuro.

Sin embargo, la horda no cesaba. Un grupo más organizado de sombras logró abrirse paso entre las defensas de Kaelan y Lyanna, acercándose peligrosamente a Alexander. Una de ellas, más grande y grotesca que las demás, extendió tentáculos oscuros que envolvieron el cuerpo de Deva.

—¡No! —gritó Lyanna, su voz cargada de desesperación.

Kaelan, en un destello de rabia pura, se lanzó como un torbellino plateado hacia la criatura. Sus colmillos brillaron antes de hundirse en los tentáculos, arrancándolos con un tirón feroz. La sombra rugió y retrocedió, pero no antes de que Kaelan destrozara lo que quedaba de ella.

Raegan apareció a su lado, levantando su tronco improvisado y aplastando otra sombra que intentaba tomar el lugar de la anterior.

—¡No dejaremos que se la lleven! —vociferó Kaelan, su pelaje manchado con la negrura que se evaporaba lentamente en la luz de la luna.

A pesar de su heroísmo, la situación empeoraba. Las sombras seguían llegando, como si el mismo bosque las estuviera engendrando. Las fuerzas del grupo empezaban a flaquear. Lyanna, cubierta de sudor y con pequeñas heridas sangrando en sus brazos, retrocedió hacia Alexander, protegiéndolo con una postura firme.

—¡Corre, Alexander! ¡Tienes que llegar al templo! —gritó ella, bloqueando a otra sombra con una maniobra precisa.

Alexander, aunque exhausto, no permitió que el miedo lo detuviera. Con un rugido ensordecedor, corrió hacia el templo, cada paso una lucha contra el agotamiento y el peso de su carga. Pero las sombras no estaban dispuestas a rendirse. Dos más intentaron abalanzarse sobre él, buscando arrancar a Deva de su lomo.

En el último segundo, Kaelan apareció como un relámpago, sus colmillos cerrándose sobre el cuello de una de las criaturas. La otra sombra logró rozar el cuerpo de Deva, pero Kael, en un salto desesperado, bloqueó su avance, empujándola lejos y dejándola desintegrarse bajo sus garras.

—¡Corre, hijo! ¡Estamos contigo! —bramó Kaelan.

Con un último esfuerzo, Alexander atravesó el umbral del templo. Una barrera invisible, emanando una energía antigua y protectora, detuvo a las sombras al instante. Estas se arremolinaron, chillando en frustración, pero no podían avanzar más.

Kaelan, Lyanna y Raegan llegaron poco después, jadeando y cubiertos de heridas, pero con miradas determinadas. Las sombras, incapaces de cruzar, comenzaron a dispersarse en un rugido de derrota.

Alexander, aún en su forma de lobo, colocó cuidadosamente el cuerpo de Deva en el suelo del templo, su pelaje empapado en sudor y su respiración pesada. Transformándose de vuelta, cayó de rodillas junto a ella, su corazón latiendo con furia y desesperación.

—Lo conseguimos… —murmuró, aunque sabía que el verdadero desafío apenas estaba comenzando.

El interior del templo era imponente, un lugar que parecía existir fuera del tiempo y el espacio. Columnas doradas se alzaban hacia un techo que se extendía como un cielo nocturno, con estrellas titilantes que parecían respirar con vida propia. Una energía palpable envolvía el lugar, llena de poder antiguo y misterioso. Al fondo, los Guardianes se alzaban en semicírculo, figuras majestuosas envueltas en luz resplandeciente. Sus rostros estaban ocultos tras máscaras de energía pura, y sus presencias eran tan abrumadoras que parecía que el aire mismo se hacía más pesado en su proximidad.




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