El Eco Del Rechazo

Capítulo 30: La Segunda Llamada

El Consejo de los Dioses volvía a reunirse, esta vez con un aire de impaciencia palpable. La Diosa Luna permanecía en el centro del Nexus, su luz plateada bañando el espacio. A su alrededor, los pilares de luz vibraban con la llegada de sus hermanos y hermanas.

Primero apareció Solanis, el Dios del Sol, su cabello dorado irradiando calor que disipaba las sombras del santuario.

—Luna, ¿por qué nos convocas de nuevo? —dijo con voz grave, cruzándose de brazos—. Ya entregamos a nuestros lobos blancos. Mis dominios no pueden permitirse más distracciones.

Seguidamente llegó Zaphyra, la Diosa del Viento, flotando con una brisa que acariciaba cada rincón del lugar.

—Hermana, esta insistencia tuya es agotadora. ¿Acaso no fue suficiente nuestra primera ayuda?

Por último, Tharos, el Dios de la Tierra, emergió con un estruendo, sus pasos haciendo temblar el Nexus.

—Hablamos, entregamos, y volvimos a nuestros deberes. ¿Qué más puedes pedirnos?

Luna los miró a todos, su semblante firme.

—Lo que entregasteis fue valioso, pero no suficiente. El Señor de la Ruina se fortalece con cada momento que dejamos pasar. Las sombras están reorganizándose, y nuestras fuerzas se agotan.

Solanis suspiró, el brillo en sus ojos intensificándose.

—Entonces, ¿qué propones, Luna? ¿Acaso debemos bajar de nuestros tronos y unirnos al combate?

Zaphyra sonrió con sarcasmo, un destello de tormenta en sus ojos.

—Sería un espectáculo, sin duda. Pero dudo que eso resuelva el problema.

Luna avanzó hacia ellos, su voz ahora teñida de desesperación.

—No os pido que peleéis en los campos de batalla. Pero sí que entreguéis más de vuestro poder. Si el Señor de la Ruina no es detenido, incluso nuestros reinos quedarán reducidos a cenizas.

Tharos golpeó el suelo con su bastón de roca, creando grietas en el santuario.

—Hablas como si ya estuviéramos derrotados. ¿Por qué confiar tanto en estos mortales?

—Porque han demostrado ser más que simples mortales —replicó Luna, su mirada intensa—. Han resistido lo que nosotros, desde nuestras alturas, hemos ignorado. Deva, Alexander y sus aliados están dispuestos a sacrificarlo todo. ¿No podéis hacer lo mismo?

El Consejo de los Dioses estaba envuelto en un pesado silencio, roto solo por el eco de sus presencias en el vasto Nexus. Finalmente, Solanis, el Dios del Sol, avanzó un paso, su figura bañada en un resplandor dorado que parecía iluminar incluso las sombras más recónditas del lugar. Su voz resonó con autoridad, pero también con cautela.

—Mis lobos blancos están en el frente, quemando las sombras con la intensidad de mi luz. Sus corazones laten con mi fuego, y sus movimientos son rápidos como los rayos del amanecer. Pero si entrego más de mi poder, mi luz se debilitará. El día en mis dominios podría acortarse, y los días oscuros serán aún más largos.

Zaphyra, la Diosa del Viento, dejó de moverse en círculos como un torbellino incontrolado y plantó su mirada tormentosa en su hermana. Su cabello flotaba como si un viento invisible lo meciera, reflejando su irritación.

—Y si yo entrego más, los vientos que protegen las fronteras del mundo se desatarán sin control. ¿Sabes lo que eso significa, Luna? Las tormentas que despierten no distinguirán entre amigo y enemigo. Podrían barrer ciudades enteras, destruir cultivos y arrasar incluso los refugios de nuestros lobos.

Tharos, el Dios de la Tierra, permaneció inmóvil, pero su voz profunda retumbó como un terremoto al hablar.

—Todo tiene un límite, Luna. Si cedo más poder, las montañas podrían derrumbarse, los ríos desbordarse, y las tierras fértiles se convertirían en desiertos. Mis lobos blancos ya luchan con la fuerza de mi roca, pero pedir más pondría en peligro los cimientos mismos de este mundo.

La Diosa Luna los observó a todos en silencio, su mirada grave y penetrante. Luego cerró los ojos, respirando profundamente antes de responder.

—Entiendo vuestros miedos, hermanos. No pido esto a la ligera. Pero os pregunto… ¿preferís un mundo debilitado, o ninguno en absoluto?

Sus palabras resonaron en el Nexus, como si cada rincón del espacio sintiera su desesperación.

—Si el Señor de la Ruina logra consumir el alma de Deva y reclamar el Nexo de los Mundos, todo lo que conocemos será destruido. No habrá días débiles ni tormentas descontroladas. No habrá ríos, montañas o tierras fértiles. Solo quedará el vacío eterno.

Solanis frunció el ceño, su luz oscilando mientras consideraba sus palabras.

—¿Y qué propones, Luna? Ya hemos cedido tanto. Hemos dado a nuestros lobos blancos para la batalla. Hemos desatado parte de nuestros poderes en este mundo. ¿Qué más podemos ofrecer sin destruir lo que intentamos proteger?

Luna levantó su rostro hacia él, sus ojos plateados brillando con una intensidad casi sobrenatural.

—Os pido algo más que poder. Os pido vuestra confianza. Necesito que me dejéis guiar estos dones, combinarlos y dirigirlos de manera que no solo dañen al enemigo, sino que también protejan lo que amamos. No lo haré sola, pero necesito vuestro compromiso total.

Zaphyra chasqueó la lengua y comenzó a caminar de nuevo, sus movimientos llenos de frustración.

—¿Compromiso total? ¿Estás dispuesta a cargar con las consecuencias de nuestras acciones? Porque si este equilibrio se rompe, no habrá vuelta atrás.

Luna dio un paso hacia ella, su tono firme pero sin perder la calidez que siempre la caracterizaba.

—Si no actuamos ahora, Zaphyra, ya no habrá equilibrio que preservar.

Tharos cruzó los brazos, su semblante duro como una montaña desgastada por el tiempo.

—Hablas con pasión, Luna, pero la pasión no basta para salvar un mundo. Dame algo más que palabras. Convéncenos de que este sacrificio no será en vano.




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