El Eco del Tumi

“La Llave, el Guardián y el viento que habla”

Lugar: Departamento de Illari en Miraflores → Aeropuerto de Lima → Chachapoyas → Camino a Kuelap
Tiempo: Mismas horas después del Capítulo 1

*****

Killa no parpadeaba como un humano.

Illari lo notó mientras le servía un vaso de agua —porque, ¿qué haces cuando un ser de otro mundo aparece en tu sala? Ofrecer hospitalidad… o llamar a la policía. Ella eligió lo primero, aunque su mano temblaba.

—No necesito agua —dijo él, mirando el vaso como si fuera un objeto alienígena.

—Es costumbre —respondió Illari, cruzando los brazos—. En el Kay Pacha, a los invitados se les da de beber. Aunque vengan sin llamar.

Killa la miró. Sus ojos dorados reflejaban la luz de la lámpara como los de un gato en la oscuridad.

—No soy un invitado. Soy un guardián. Y tú… acabas de desatar un equilibrio que lleva milenios intacto.

—¿Y qué se supone que debía hacer? —replicó Illari, levantando el tumi—. ¿Dejarlo en manos de un turista que lo usaría como pisapapeles?

Antes de que Killa respondiera, el tumi vibró.

Una alarma estridente sonó en el celular de Illari. Luz la llamaba. Tres veces seguidas.

—¡Contesta! —gritó Luis desde el balcón, donde fingía ser un espía con unos binoculares. Pero jadeo cuando pudo ver drones a lo lejos... quizás estos binoculares si eran útiles.

Illari atendió.

—¿Luz?
—¡Corre! —la voz de su amiga era aguda, frenética—. Nexus rastreó la energía del tumi. Ya están en San Isidro. Van armados con… no sé qué, pero sus drones tienen símbolos mochicas invertidos. ¡Es una secta tecnológica, Illari!

Killa se tensó.
—Nexus… los que rompen los Pachas.

—¿Los conoces? —preguntó Illari.

—Los detesto.

En ese momento, las luces del edificio parpadearon. Afuera, un dron negro, con forma de cuervo metálico, se posó en la baranda del balcón.

—¡Ese no es de la municipalidad! —gritó Luis.

Killa se movió más rápido que la vista. En un instante, estaba frente a la ventana. Alzó la mano. Sus dedos emitieron un resplandor plateado, y el dron se congeló en el aire, cubierto de escarcha lunar.

—No podemos quedarnos —dijo, volviéndose a Illari—. Nexus no quiere el tumi. Quieren lo que despierta.

—¿Y qué es eso?
—El portal a Ukumari. Y a los demás Pachas.
—¿Por qué?
—Porque creen que pueden controlar el tiempo.
—¿Y tú?
—Yo solo quiero protegerlo.
—¿A Ukumari?
—A ti.

La frase colgó en el aire como humo de incienso.

Illari sintió un calor en el pecho que no era miedo. Era… algo más incómodo.

—Luis —dijo, sin quitarle los ojos a Killa—, ve a casa de Luz. Dile que active el protocolo “Chakana”.

—¿El de las mochilas de emergencia con quinua y coca?
—Sí. Y no abras la puerta a nadie que no hable quechua.

Luis asintió, serio por primera vez. Saltó al balcón vecino y desapareció.

—¿Confías en él? —preguntó Killa.

—Más que en ti —dijo Illari, agarrando su mochila—. Pero tú sabes cómo llegar a… ¿cómo dijiste? Ukumari.

—No iremos allá. Aún no.
—Entonces, ¿a dónde?
—Al lugar donde el primer canto fue escuchado.
—¿Kuelap?

Killa asintió.
—Allí, bajo la piedra del cielo, el tumi resonará con la luna del solsticio. Solo allí podremos sellar el portal… o abrirlo por completo.

Illari metió el tumi en una bolsa de cuero forrada con sal y hojas de coca —un amuleto de su abuela.

—Tengo un vuelo a Chachapoyas mañana a las 6 a.m.
—No hay tiempo para mañana.

Killa extendió la mano. En su palma, el aire comenzó a ondular como agua. Una espiral de niebla plateada se formó, girando lentamente.

—¿Qué es eso? —susurró Illari.

—Un atajo.
—¿Vas a teletransportarnos?
—No. Voy a pedirle permiso al viento.

Antes de que ella pudiera protestar, Killa la tomó de la cintura. Su contacto fue frío… pero no desagradable. Más bien como tocar una piedra sagrada al amanecer.

—Confía —dijo.

Illari no confiaba. Pero cerró los ojos.

El mundo se deshizo en ráfagas de viento, luna y canto.

*****

Mientras tanto, en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez…

Anahí Rojas corría entre las sombras del estacionamiento VIP, su respiración agitada. Su cabello negro ondeaba como lianas, y sus ojos verdes brillaban con un fulgor sobrenatural.

Detrás de ella, Mateo Rivas avanzaba con paso firme, traje impecable y guantes negros que emitían pulsos electromagnéticos.

—No puedes huir para siempre, Anahí —dijo, voz fría como acero quirúrgico—. Tu don no te salvará de Nexus.

Anahí sonrió, aunque le dolía el costado. Había usado su don de enraizamiento —la capacidad de fusionarse con la vegetación amazónica— para escapar del laboratorio subterráneo de Nexus en Pucallpa. Pero cada uso la debilitaba.

—No necesito huir —dijo, apoyando una mano en un árbol cercano—. Solo necesito que la selva me escuche.

Las raíces brotaron del asfalto. Enredaderas treparon por las piernas de Mateo, atrapándolo.

—¡Activen el protocolo Supay! —gritó él a su comunicador.

Pero Anahí ya se había desvanecido entre las hojas, transformada en sombra vegetal.

Antes de desaparecer por completo, murmuró:
—Illari… Kuelap… no están solos.

*****

En el bosque nublado de Chachapoyas…

Illari abrió los ojos. Ya no estaba en Miraflores.

Estaba en medio de un bosque cubierto de musgo, con árboles tan altos que parecían sostener el cielo. A lo lejos, las murallas de Kuelap se alzaban como gigantes dormidos.

—Bienvenida a la fortaleza de los guerreros nube —dijo Killa, soltándola con suavidad—. Aquí, los humanos no construyeron templos… los escucharon.

Illari respiró hondo. El aire olía a tierra, orquídeas silvestres y algo más… algo antiguo.




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