[TRANSCRIPCIÓN PARCIAL DEL INTERROGATORIO #01 — H. RAVENSON]
VOZ: ¿Cuándo empezó todo, Haylee?
HAYLEE: En una noche tan blanca que dolía mirar.
Haylee, tienes que hablar más con tus compañeros de clases, debes de hacer amigos.
La imagen de una pequeña Haylee con el cabello perfectamente peinado y el uniforme impecable tomada de la mano de su madre, una mujer alta y delgada, que destilaba elegancia desde el peinado, hasta el destello de los cristales de sus zapatillas seleccionadas aquella mañana meticulosamente, aparece ante una Haylee adolescente que apenas si puede distinguir el pasar del tiempo, del ahora, del presente.
Estancada en los recuerdos del pasado, de uno que parecía haber desaparecido o por lo menos permanecía en el olvido, Haylee se encontraba sentada junto a su padre quien no había mencionado ni una sola palabra desde que pasó a casa de los señores Oxford para recogerla.
Si no comes esos vegetales, no crecerás sana y fuerte, debes comer mejor linda.
Recuerdos sobre situaciones que parecían simples, comunes o sin sentido en su momento, comenzaban a tomar fuerza mientras aparecían en su mente; era cómo si su cerebro supiera que en algún momento serían útiles y decidió resguardarlas en alguna parte de su memoria.
¿Medicina? pero ¿no decías que preferías estudiar música?
Recordó también el momento en el que le dijo a su madre que estudiaría medicina, porque quería ser como su padre; aquel hombre que se dedicaba a salvar vidas, que ayudaba a aquellos que lo necesitaban, porque aunque Haylee no lo admitiera en voz alta, ella estaba orgullosa de su padre y del trabajo que hacía: lo admiraba, era su ejemplo a seguir y aunque sonará algo muy cliché ella quería ser cómo él.
Su madre la miró, en aquel recuerdo la mirada que le regaló parecía mucho más cálida de lo que podría haber parecido en ese momento, y en ese momento una lágrima se derramó por su rostro.
“Algunas promesas solo existen para recordarte quién eres realmente… aunque nadie lo sepa.”
―Bueno, sabes que yo apoyaré cualquiera que sea tu decisión, solo deseo verte feliz mi niña hermosa, sabes que siempre te apoyaré, siempre estaré para ti, lo prometo.
Las promesas fueron siempre muy importantes para ella, eran el reflejo de lo que se es como persona, si alguien fallaba, dejaba de tener credibilidad para ella, comenzaba a odiarlas y se alejaba, por su seguridad… en su momento ella no sabía que había promesas que no siempre se podían cumplir, no por falta de compromiso o voluntad, sino por causalidad; porque a veces el destino es cruel, y la realidad es aún peor.
“Algunas cosas que hago, incluso ahora, nacen de ese mismo lugar. De la necesidad de cumplir, de controlar, de sobrevivir… aunque nadie lo note.”
La primera lágrima que derramó continuó su camino, pero ella se obligó a no derramar más cuando sintió como su padre le tomaba de la mano en una señal de fortaleza, o quizás de lástima; aunque el dolor fuese mutuo, Haylee creía que en ese momento había un poco de hipocresía por parte de todos a su alrededor, incluyendolo, incluyendola a ella.
―Llegamos.
El auto se detuvo apenas dijo esas palabras, y Haylee bajó sin pensarselo dos veces.
Sus tacones tocaron el césped que comenzaba a teñirse de marrón debido al cambio de estación, la puerta del auto se cerró detrás de ella y caminó en silencio mientras el viento le acariciaba el rostro de manera abrasiva. Eso no le impidió seguir avanzando hasta estar frente a aquel sitio que la había resguardado durante tanto tiempo.
Se colocó frente a la puerta y permaneció ahí unos minutos, con las manos dentro de los bolsillos de aquel abrigo negro que su abuela le había regalado la Navidad pasada, y que pensaba jamás llegaría a usar porque ese no era su color favorito, ni por muy elegante que su madre le dijera que era, siempre dijo que jamás lo usaría.
“Si alguien supiera lo que realmente pienso, lo que realmente hago… ¿me entendería? Probablemente no. Pero tú, que estás ahí sin mirar, quizá sí.”
Su padre la observaba desde el auto, recargada en el cofre, en silencio, esperando a que ella sea quien dé el primer paso, dándole su tiempo, porque era lo último que podía hacer por su pequeña princesa y su amada esposa.
Cuando Haylee al fin se atrevió a tomar la perilla y girarla, su corazón comenzó a latir con fuerza, con temor… y su mente le decía solo una cosa; “no estás lista para estar aquí” y quizás tenía razón, pero si no era ahora, no sería nunca, así que sin más se atrevió a entrar.
Cruzó el umbral como quien vuelve a un sitio que ya no le pertenece, pero que aún guarda la ilusión de ser suyo. El olor a madera húmeda, a polvo en los rincones, a recuerdos que se pudren, la envolvió al instante. Cerró los ojos y respiró profundo. Era su manera de reconocer territorio, como si respirar aquel aire fuera suficiente para reclamar lo que le quedaba.
Había pasado una semana fuera de esa casa, y sentía como si hubiese sido toda una vida, y aunque todo permanecía en su sitio, ella creía que era un lugar ajeno, algo que estaba invadiendo.
Los sillones decorando la sala con ese color oscuro que su madre siempre odió, con los cojines que ella misma escogió para que su madre pudiera descansar cuando el dolor y el cansancio después de las visitas rutinarias en el hospital le impedían caminar hasta su habitación, la mesa de cristal que decoraba el centro con esas flores artificiales que guardaban la esperanza de la recuperación de la matriarca de aquel lugar, acarició cada uno de estos con la yema de sus dedos, sintiendo aún la calidez de su madre presente en ellos.
El sonido de sus tacones resonó en cada paso mientras miraba detenidamente cada detalle que en su momento parecía insignificante: el librero de su madre con todas esas novelas de Danielle Steel, ese viejo oso de peluche que guardó con mucho esmero, porque significaba el primer regalo para la pequeña Haylee cuando descubrieron que venía en camino.