El elefante en la playa
Jamás aprendí a nadar, pues no era algo que me importase en lo más mínimo. A pesar de vivir cerca de una playa, mi vida no transcurría en el mar, pues mi trabajo consistía en atender un restaurante donde se vendían toda clase de platillos preparados con animales marinos, pero eran los pescadores quienes me traían el producto y yo no tenía la necesidad de acercarme siquiera al mar. Ese fue el motivo por el cual pocas veces me acercaba a agua.
Mientras yo atendía a algunos turistas que habían ido a comer a mi local, otros tantos así como buzos y pescadores fueron atacados en la playa por un elefante. Vaya estupidez. Pero así fue. Eso fue lo que gritó aquel niño niño que llegó corriendo lleno de terror mientras llevaba en sus brazos la cabeza de otro chico. A pesar del aspecto de aquella cabeza cercenada se podía deducir que se trataba de su hermanito. El verlo cargar con la cabeza de su pequeño hermano fue lo que evitó que me echara a reír al escucharlo gritar esa locura de que un elefante había atacado a la gente en la playa. El chico llegó corriendo hasta donde estábamos. Frente a mí se encontraba una delgada mesa que parecía una barra y en la cual varios comensales disfrutaban de una sopa de camarones. El niño apenas llegó a la mesa cuando perdió el conocimiento, dejando caer la cabeza de su hermanito ahí, tirando algunos vasos y platos. Por unos segundos no pude hablar; nadie pudo hacerlo. Me quedé paralizado. Algunos de los ahí presentes, al igual que el niño perdieron el conocimiento al ver la cabeza del pequeño sobre la mesa.
¡El elefante! ¡Un elefante está matando a la gente en la playa!, había gritado aquel niño. Tales gritos me provocaron un fuerte dolor de cabeza. Una mierda. Un maldito elefante en la playa. Además, el haber sido capaz de arrancar la cabeza de un niño. Yo contemplaba dicha cabeza que había quedado encima de la mesa. Miré también a mis clientes que se habían desmayado al igual que el hermano del pequeño decapitado. Esa escena hubiera sido suficiente para acabar con mi cordura, pero por desgracia no fue así; mi mente quiso mantenerse aún en el mundo de la lógica para que fuese capaz de ver aquello que venía volando.
¡Un maldito elefante volando! Era como ver la macabra parodia de un personaje infantil, sólo que aquel elefante no usaba sus orejas para volar, sino que utilizaba para ello sus membranosas alas, las cuales causaban un enloquecedor ruido al agitarlas. Sus patas no eran gruesas como tienden a ser las patas de los elefantes, sino que eran delgadas a proporción de su enorme cuerpo, pero de cierto grosor al fin y al cabo. Y cada una de sus seis patas, porque no tenía cuatro sino seis, terminaba en garras. Además, pude ver como llevaba dos cuerpos mutilados en unas de esas garras; lo poco que quedaba de una mujer y un joven al cual le había arrancado los brazos y una pierna. El elefante aterrizó y se posó cerca de donde estábamos y haciendo uso de su trompa, la cual terminaba en una hilera de colmillos, devoró casi al instante a uno de mis clientes que se encontraba ahí, entre el pequeño que nos había avisado de su presencia y la cabeza cercenada de su hermanito.
Fin