Uruk, Mesopotamia. Siglo 23 a.C.
El calor era un castigo. El sacerdote-erudito sumerio, Abzu, se inclinó sobre las tablillas de arcilla recién cocidas. Su corazón latía con una mezcla de pavor y reverencia. Había pasado décadas descifrando los secretos de la Epopeya del Gran Rey Gilgamesh, el héroe que desafió a los dioses en busca de la vida que no termina.
La leyenda que Abzu había desenterrado no hablaba de una gema o un cofre. Hablaba de una poción vegetal, un Elixir, que Gilgamesh había encontrado, solo para perderla ante una serpiente en un estanque. Pero esa no era la verdad completa.
El auténtico secreto estaba custodiado en la gran biblioteca subterránea, diseñada por el propio Gilgamesh. Era un tesoro de la alquimia, el último legado del Gran Rey. El Elixir podía curar, podía rejuvenecer, pero contenía un riesgo que Gilgamesh nunca se atrevió a compartir: la inmortalidad corrompe. La vida sin fin, si se usaba sin propósito, condenaba al alma a una vacuidad eterna.
Abzu selló la revelación en una tablilla maestra y la enterró bajo la roca del pozo ceremonial. Puso sobre ella el acertijo de la Serpiente de Bronce y el Rey Sol, sabiendo que solo un erudito con conocimiento de la astronomía sumeria y la alquimia podría encontrarlo.
Años después, un viajero de tierras lejanas, un hombre con ojos que veían demasiado y una barba oscura, llegó a Uruk. Su nombre era Myrddin, o Merlín.
Merlín no buscaba el Elixir, sino la prueba de que existía. Abzu le reveló el secreto de Gilgamesh: el Elixir existía, pero era un arma. Merlín lo comparó con su propia magia ilusoria. Si su Cáliz de Ilusión podía manipular la mente del mundo, el Elixir de Uruk podía manipular la esencia del ser. Ambos eran peligrosos.
Merlín, antes de partir, tomó una pequeña porción del Elixir y la usó para crear un Antídoto Cero—una cura temporal—, sellándolo en su propia cripta en Tintagel. Luego, envió la correspondencia cifrada, grabada en la tablilla que hoy se encuentra en Bagdad, vinculando el enigma de Uruk con el destino de su Cáliz.
Merlín sabía que, si el Cáliz de la Ilusión era activado, sus herederos necesitarían el Elixir no para beberlo, sino para entender el precio final del poder absoluto. La búsqueda de la verdad debía llevar a la confrontación con la búsqueda de la eternidad.
El sacerdote Abzu observó las estrellas. El secreto estaba enterrado. Y esperaría a que la historia lo reclamara.