Aquellos momentos crepusculares, en los cuales entre ocres y amarillos el cielo comulga con el mar, siempre habían sido los preferidos del padre Marco. Casi todos los días disfrutaba caminar sobre aquella arena húmeda. La playa estaba casi desierta durante la temporada invernal. En el pueblo quedaban muy pocos habitantes y sus servicios sacerdotales eran cada vez menos solicitados.
La brisa helada y salina despeinaba sus cabellos y lo hacía sentirse en comunión con Dios. Por un momento creyó escuchar el canto de los ángeles, sin embargo, se convenció a sí mismo que no había sido más que el viento al pasar.
Caminaba con la mirada fija en el horizonte mientras las gaviotas levantaban vuelo a medida que él avanzaba abandonando los restos de moluscos.
La marea subía lentamente y poco a poco sus huellas eran cubiertas por espuma y sal.
Usualmente, Marco caminaba hasta el muelle de pescadores. Allí realizaba sus plegarias y emprendía su regreso antes de que apareciesen las primeras estrellas. Pero esa tarde algo inesperado se le presentó. Algo que cambiaría su destino para siempre.
Mientras se acercaba al muelle, le pareció que una joven se aferraba a los pilares más lejanos de la orilla. Las olas amenazaban con arrastrarla hacia el océano.
Buscó en el bolsillo su celular y llamó a la guardia costera. Una voz masculina que transmitía seguridad le comunicó que los rescatistas iban en camino y le advirtió que no intentara rescatarla porque podría convertirse en víctima de la corriente.
Marco no era buen nadador, sin embargo, corrió por el muelle hacia el lugar en donde se encontraba ella con la ilusión de que pudiese alcanzar su mano y de esa forma ponerla a salvo lo antes posible. Oró en silencio mientras iba a su encuentro.
La joven estaba desesperada. Las olas por momentos descubrían su torso desnudo y arremolinaban su largo cabello. Marco no entendía cómo alguien podía verse envuelta en esa situación. Era difícil que se tratase de una turista descuidada ya que en invierno los hoteles permanecían cerrados y los pocos pobladores que quedaban no arriesgarían sus vidas intentando nadar en un mar helado y agitado. Imaginó que quizás había sido víctima de un ataque o que podía haber intentado suicidarse. Lo único importante en ese momento era poder ayudarla antes de que fuese demasiado tarde.
Un escalofrío recorrió su cuerpo al imaginar que para cuando los rescatistas llegasen el mar se habría cobrado otra víctima. Dios no podía permitir que algo así sucediera y pensó que quizás lo habría colocado en el lugar justo en el momento preciso. Tenía que intentar sacarla del agua. Creyó que quizá se tratase de una prueba que Dios ponía en su camino.
Se recostó apoyando su pecho sobre la húmeda y helada madera. Intentó muchas veces hasta que con sus manos pudo tomar uno de los brazos de la joven. Comenzó a jalar de ella con todas sus fuerzas y no pudo evitar sonrojarse al ver sus sensuales senos saliendo del agua. Se avergonzó de sus deseos impuros y apartó la mirada.
—¿Qué pensará tu Dios de tus pensamientos? —dijo ella con una maligna sonrisa, jalando de sus manos y sumergiéndolo para siempre en el embravecido mar.
Muchas gracias por leer este relato.
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Nos leemos pronto.
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Editado: 06.06.2020